Llegué a la CEN en 2016, después de haber comprado una buena parte del material fotográfico con el que me disponía a trabajar. La gente del lugar y aquel espacio a un costado de la nada habían cautivado completamente mi atención. No soy el primero ni el último en caer rendido ante el hechizo de un pueblo así en Cuba, y mucho menos de este.
Me sobrecogía, desde que comencé a visitarlo asiduamente dos años antes, la resiliencia de las personas que lo habitaban y los relatos que se escondían detrás de la historia contada, que a su vez estaban por detrás de la historia oficialmente aceptada. Me interesaba poco o nada un personaje como Fidel Castro Díaz-Balart, quien fuera secretario ejecutivo de la Comisión de Energía Atómica de Cuba y lideró el proyecto de la Central de Juraguá. En cambio, sí quería conocer la historia de una familia llevada o impulsada hasta allí (en Cuba la voluntad individual y la obligación social tienden a fundirse) en la década de los ochenta, o el diseño con el que proyectaron los espacios comunes en aquello que soñó con ser la “ciudad de nuevo tipo” y que bautizaron como Ciudad Electro Nuclear (CEN).
Fundada en octubre de 1982 en una pequeña elevación al oeste de la boca de la bahía de Cienfuegos, la CEN fue un ensayo tropical tardío de un modelo de ciudad conocido como atomgrado, concepto de urbanización soviético que emergió en la década de 1960 y se extendió a los años setenta. La característica fundamental de este modelo era crear urbanizaciones estandarizadas a nivel formal y racional, que tendrían una estrecha relación con parques de reactores nucleares de gran escala. Concebida para ser una ciudad autosuficiente, su diseño y posterior desarrollo respondía estrictamente a dos propósitos elementales: servir a la economía en su capacidad de generar energía y como propaganda política.
En Cuba la sensación de vivir a destiempo es algo normal. Los grafitis, desgastados por los años y el salitre, reflejan todavía aquel tiempo pretérito que allí se convierte en un presente demasiado denso, en una experiencia surreal. En cierto sentido es como estar metido en la cocción de una gran cazuela entre aquellos artefactos y los negativos vencidos llegados de la propia URSS (la serie fue realizada con cámaras analógicas de gran y mediano formato y en película de 16 mm), ardiendo con la leña del presente.
La CEN es una ciudad de edificios y arrabales, de cochiqueras que se han extendido por toda la periferia, construidas con el acero arrancado clandestinamente de las ruinas del reactor.
El diseño urbano está dispuesto de forma tal que condiciona la vida todo el tiempo, y esa necesidad de control pareció allí ser más urgente que en ningún otro lugar del país. A la espera siempre de un probable ataque de los Estados Unidos, la razón dictó que lo más importante era mantenerse en alerta. Es una ciudad vigilada. En el edificio más alto, el 18 plantas, al centro mismo de la urbanización, tienen los militares su punto de vigía.
Lo que pretendió ser la ciudad del futuro, cuna e inspiración del hombre nuevo, terminó siendo una especie de lastre nacional. Una derrota en sordina que se necesitó barajar, ocultar, olvidar de la manera más breve y eficiente posible. Corría el año 1992.
La central electronuclear nunca llegó a terminarse y la ciudad tampoco. El proyecto contemplaba construir doce reactores a lo largo de la maltrecha isla.
La Ciudad Electro Nuclear no es un pueblo fantasma, al menos no en sentido estricto. Lo que quizás resalta en ella más que en otro lugar de Cuba es un acentuado estigma del fracaso. Un estigma que se tiende sobre cada muro gris, cada espacio inconcluso, cada trillo marcado de mucho transitar entre los edificios para evadir el sol o acortar el camino.
En sí misma está muerta en vida, a no ser por las resistentes personas que la habitan. Gente que, como muchas otras de esta isla, han quedado bregando en su propia deriva.
Para no pocos la solución es salir de allí a como dé lugar y poner distancia de por medio entre la inconclusa ciudad que languidece y sus vidas. Para los que se quedan, toca aferrarse a la fe apagada y marchita que evocan la Patria y la noche.
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