Hacía nueve años que Vertientes había perdido su olor a melaza, su tinte de bagacillo, el trajín de camiones y trenes cargados de caña. Allí estaba el central, desgreñado por el ciclón Ike y desmembrado por el tiempo y la gente. El basculador silente como las torres les alejó a muchos la idea de que en el medio sur de Camagüey pudiera reaparecer la zafra.
Para la gente, era más creíble ver al central Panamá vendido como chatarra que imaginarlo recuperado. Se les había ido la fe después de que postergaran tantas veces su muy anunciada puesta en marcha. Las habladurías, sobre todo las de los propios azucareros, también habían desplumado ilusiones: “no hay caña”, “dicen que se lo llevan”, “le faltan tantas piezas que eso no arranca más nunca”.
Quizá por eso el día del pitazo inaugural no se armó, como cabía esperar, una ola de pueblo para ver el regreso del humo a la torre, que era como el retorno de la sangre al cuerpo adormecido de Vertientes.
Quizá por esa incredulidad y por la nostalgia, Francisco Casas Fernández, ingeniero químico que laboró allí más de dos décadas, no salió de su vivienda. A solo unos metros de la casona de madera, construida por la compañía norteamericana que fue dueña del central, sonó la fábrica como un gigante que despierta asustado. Paco, como todos le llaman, sonrió, salió al patio, puso la vista en la torre humeante y entró a ayudar a su mujer en la limpieza, como cualquier día.
“Me ofrecieron plaza con flexibilidad de horario y todo, pero estoy viejo para hacer zafra”, dice. Como ve que le creo poco, porque a sus 74 años sigue dando viajes a México para asesorar allá la producción azucarera, confiesa entre dientes su desagrado con algunas reparaciones; regresar sería responsabilizarse de lo que otros (des)hicieron en el central. “Solo me limito a hablar sobre lo que me preguntan”, aclara. Un par de veces lo llamaron para verificar los arreglos en el sistema de distribución proporcional de jugo en los clarificadores, y en el sistema de bombeo de presurización de los condensados. Lo que Paco vio bastó para que decidiera alejarse.
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Herrumbre. A eso olía el Panamá. En mayo de 2015, al dormido coloso lo despertaron a mandarria limpia “brigadas especializadas de distintas provincias”, según declaró al periódico Adelante Lázaro Álvarez Padilla, delegado del Grupo Empresarial Azucarero AZCUBA en Camagüey. Conducidos por la Empresa de Servicios Técnicos Industriales, estos equipos trajinaron para que en enero de 2017 el central volviera a engullir cañaverales enteros.
Para devolverle el apetito a la fábrica, se le aprobaron 40 millones de pesos a AZCUBA, su mayor inversión de los últimos cinco años en la provincia.
Omar Rodríguez Montenegro se diplomó con honores en Ciencias de la Computación, en la Universidad Central “Marta Abreu” de Las Villas, y fue a dar al también vertientino central Batalla de Las Guásimas, entonces el mayor productor de Camagüey. Desde el desmantelamiento de centrales, Vertientes figura como el territorio más aportador de caña en la provincia, y esto le sirvió de consuelo a Omar. Así y todo, pensó en irse apenas tuviera chance. Sin embargo, el mundo del azúcar atrapa, tanto que su regreso no se hizo esperar cuando en el Panamá le ofrecieron empleo. Ya había pasado poco más de un año desde que cambiara el Batalla por un puesto en ETECSA, y luego este por el trabajo por cuenta propia.
“Hay quien ve el central como una bola de hierro que hace azúcar, un trabajo bruto. Yo he estado cinco años dentro de uno y es una opción como pocas para encontrar tecnología de punta y un oficio cercano a lo aprendido en la universidad. Esta industria reta porque aprendes y haces cosas nuevas. Es un buen empleo para un ingeniero que se valora profesionalmente”.
Pero el ingeniero Omar, en vista de que gana mucho más como obrero mecánico electricista, ocupa esta plaza mientras se desempeña como especialista en informática, y regula autómatas y computadoras.
“Da gracia ver, entre los paneles de modelos rusos, tecnología de punta de China, Japón, Francia o Alemania. Casi todos los sensores son Siemens, que son los mejores. Automatización hay prácticamente en todas las áreas. En los molinos se decide la velocidad con que se va a moler la caña, la planta de vapor tiene computadoras para censar, autómatas, válvulas de seguridad, cinco variadores de frecuencia por cada caldera. La evaporación y la alcalinización están automatizadas, igual que el tacho de cristalizar, y casi están listos cinco tachos más”.
La computación es el campo donde más aportan los jóvenes. Los veteranos se conocen el central de memoria, por eso con un simple circuito electrónico pueden sustituir la función de un autómata de cientos de dólares, pero de PC nada saben.
Los viejos encanecieron aquí. Tienen la vista de águila y el tacto de un ciego. Nada escapa a su inventario. Apenas Jorge Suárez Bibilonia volvió al Panamá, notó el desguace. “El central se ha transformado”, asegura. “Esto no sé si deba decirlo, pero muchas piezas y cables se extraviaron, máquinas y bombas de vacío cedidas a otros ingenios… Cuando empezamos la reparación, hace dos años atrás, nos faltaba de todo. Teníamos seis máquinas de centrífugas de primera, y las perdimos todas. Todo lo viejo que quedó está lleno de adaptaciones. En el área de centrifugado, donde yo trabajo, el equipo de mando es nuevo, pero los motores no se compraron, todos son viejos. Hay dos centrífugas chinas nuevas, muy caras. Cuatro van a ser automáticas digitales y una electrónica automática no digital, y una que se nos queda sin poner porque no tiene cople mecánico, lo prestamos”.
Herrumbre. Es un olor pretérito. Lo podrido vuelve a la vida, y con bríos insólitos. Jorge se levanta a las 6:00 a.m. todos los días porque encuentra en la resurrección del central la de Vertientes. Siente como un símbolo de prosperidad social la renovación del área industrial que estrena placita, tienda de ropa, merendero, minirrestaurante y comedor. Se gana más de 1 000 pesos mensuales, para apuntalar los 340 pesos con que se jubiló allí mismo en 2005. En cada anochecer, cuando llega a su casa, lleva una sola nube negra en la cabeza: faltan jóvenes.
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Vertientes nunca hedió a pueblo disecado porque no solo dependía del central. Santiago Rosales Meriño duró 24 años como revisador de carros en el taller ferroviario de la industria. Cuando se detuvieron las moliendas, a él también lo detuvo un tanto la diabetes. Pero había que dar pelea para mantener la casa. Entonces se hizo de una tierrita y empezó a vender lo cultivado. Luego consiguió un molino y se convirtió en el rey de la harina de maíz en Vertientes. Para Santiago, a sus 61 años, el Panamá solo es una añoranza. “Duele recordar aquel abanico de vagones que se formaba en el patio, y ahora verlo casi vacío. ¡Antes se molía en una noche medio millón de arrobas! Han dado mucha pintura, pero nada se compara con aquel hormigueo de 500 vagones que la fábrica se tragaba en 12 horas”.
Ante el paro, los vertientinos estrenaron otros caminos. Santiago menciona una larga lista con nombres y apellidos de trabajadores fallecidos, y mienta con igual facilidad a quienes resolvieron empleos en la empresa arrocera, en la agropecuaria y en el trabajo por cuenta propia, como él.
Mayra de la Cruz Marrero fue la segunda mujer en administrar un central en Cuba, la primera frente a uno de los llamados colosos y la administradora que más tiempo ostentó el cargo en el Panamá. Tampoco regresó, pero es como si siguiera trabajando allá. La recuerdan como gata boca arriba ante las amenazas de desmantelar el central, como la mujer que se ganó con respeto y conocimientos a 900 trabajadores, como la que les trajo en una carta la frase de Fidel con la que todavía se impulsan “seguros vencedores”.
Ella seguirá en el central de por vida. “La gente en la calle me pregunta por la zafra, y por cómo anda el central que no lo oyeron pitar ayer. De allá me vienen a consultar dudas… A veces desde la cama oigo ruidos y sé qué no funciona bien. Me dan ganas de ir a ver. Pero hay que tener paciencia, la mano de obra tiene que aprender, no es cosa de un día. Los hierros tienen que acoplarse. Hay mucha variación en la tecnología, y al pararse el Panamá, no permitió la continuidad de capacitación del personal. Le puede faltar lo que sea, pero es una proeza que haya arrancado después de nueve años sin el mantenimiento debido”.
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A juventud. Contradictoriamente, para Belarmino Abelarde Rubí, tornero B del área de maquinado, el central nunca ha olido a otra cosa. Él empezó en 1967 y se jubiló en 2011. Pero cuando lo llamaron para que volviera a manejar el torno inmenso que desde 1922 funciona en el Panamá, él, como la máquina, rehusado a mermar ante el paso del tiempo, regresó a su puesto de siempre. “Son 70 años, ya no estás pa’ eso”, le amonestan en casa todos los días, pero él no falla. Ya no hace turnos de noches, pero de 11:00 a.m. a 7:00 p.m. está frente al torno.
Belarmino es la bitácora humana del Panamá. Recuerda que a las 10:40 a.m. del 13 de febrero de 1976 llegaron Omar Torrijos y Fidel a la fábrica. Evoca cómo Eusebio Manzano Horta fue un administrador que se sabía el central de memoria y cómo bajo el mandato de Mayra de la Cruz fueron ejemplo nacional de industria detenida –todo se conservó en espera de la caña–. “Ella siempre veía dónde faltaba un poquito, nos enseñó a trabajar. Es sencilla, humana, y como ingeniera era escuchada hasta por los altos dirigentes”.
Valentín Antúnez Quintero entró como auxiliar en la casa de calderas en 1966 y jamás se ha marchado. Tiene 67 años y es, desde hace décadas, operador de la planta eléctrica. Su apego por la fábrica lo lleva al discurso claro del que ama mucho: “Tenemos problema con la gente joven. A la juventud no le agrada este trabajo, porque –enfatiza con una seña de dedos– se paga poco. Siendo ayudantes en otras áreas de producción, salen mejor que trabajando aquí. Ahora mismo somos dos compañeros batíos aquí doce horas. Sale uno y entra el otro. Nadie quiere esto. Voy a estar mientras tenga fuerza y voluntad”.
El Panamá era un monumento junto a la carretera, el recuerdo del auge de su natal Vertientes, el centro de trabajo de otros. Un lugar ajeno a Jorge Pérez Almaguer. Él laboraba en el Batalla desde que se graduó. Pero a los 25 años de enfrentarse a los más de 30 kilómetros de carretera cada vez más parecidos a cráteres lunares, Jorge se salvó de los viajes. Ahora es jefe de brigada de los tachos de la revivida imagen del progreso local. “Tenemos que capacitar el personal, estamos enredados con eso. Somos nueve trabajadores aquí arriba. Nos faltan dos para estar completos: un ayudante y una técnica”.
Y él hace lo suyo: “Aquí tengo un muchacho con interés que estoy preparando para puntista. Me gusta enseñar para que otros ejerzan bien el oficio. Ahora mismo tenía aquí un grupo del politécnico. Están aprendiendo para futuros puntistas, jefe de paño, tanquero, operador de centrífuga”.
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Osadía. Se siente el olor por todo el central. Huesos viejos y novatos entre hierros antiguos y nuevos. Puro contraste. En cada rotura, abuelos y nietos quiebran las brechas de la edad y se abrazan y crecen. El Panamá tiene el raro y benigno aroma de la audacia de los empeñados en insuflarle vida al pueblo.
Javier Rivero Vigoa tiene 25 años y más tatuajes que abriles. Es el pupilo de Jorge Pérez Almaguer. Estudió Contabilidad, no ejerció, se luchó lo suyo por la calle y cuando buscaron gente para el central aprendió a ser ayudante del área de los tachos. Pero la mirada del muchacho brilla más que sus pendientes cuando le hablan de cómo se fabrica el azúcar. ¡Eso es lo que buscan los que saben para elegir al discípulo perfecto! “Ya he aprendido a llevar la masa, las válvulas de vacío y de vapor”, dice Javier. “Si estoy haciendo una semilla, velo para que no quede ni muy líquida ni tampoco recogida. La miro en el cristal contra el bombillo, y así sé. El puntista viejo nada más de tocarla sabe cómo está”.
¿Faltarle arrojo para subir y bajar por una fábrica que ruge más que una manada de leones? Nada de eso. Cristian Corona González dejó atrás el consumarse como mecánico automotriz. Ahora se desenvuelve solo por seis áreas del central llenas de ruedas dentadas y abrasadoras como el mismo infierno. Allí anda como pez en el agua con sus 17 años, en espera del llamado al Servicio Militar. “Me enteré por la radio y vine para trabajar en el área de auxiliar de mecánico de molino, pero un vecino me metió en la cabeza lo de ser instrumentista y aquí estoy. Cuido que las válvulas automáticas y los variadores de frecuencia trabajen bien”, explica, y dice que ahora sigue los pasos de su abuelo, que también trabajó en el central.
Mano de obra inexperta como este muchacho fue la que permitió la arrancada oficial del día 4 de febrero a las 7:00 p.m. El bullicio de decenas de trabajadores fue la exigua competencia del pito redimido que, según la gente del pueblo, ahora suena más bajo.
Esa histórica noche de sábado, Roiler Fajardo Calderón estaba de fiesta. Quizá no era la mejor forma de encarar el desempleo, pero al menos el baile le aliviaba el estrés. Con 21 años y recién concluido el servicio social como técnico medio en Agronomía, había quedado vacante en el organopónico municipal. “No sabía adónde ir, y un amigo me habló de la posibilidad en el central. Empecé hoy. Entré en el laboratorio, tomando muestras. Creo que estar aquí es una buena opción hasta que aparezca algo en lo que yo estudié. Claro, si me gusta aquí, me quedo, pero quisiera seguir con mi vocación”.
Wilfredo Fuentes Riverón es tímido para grabadoras, pero espabilado para el trabajo. No puede ser de otra forma si labora en uno de los lugares más agitados del central: la casa de bagazo. Allí, la caña despulpada vuela como copos de nieve cuando los bulldozer desarman la montaña de bagazo y la echan sobre esteras para alimentar las calderas. En medio de aquel ajetreo constante, con gorra, gafas y nasobuco, trabaja hace unos meses como operador el muchacho de 19 años. La reducción de plantilla en la cochiquera estatal donde se ganaba la vida hizo que viera en el central una opción viable. “Dicen que esto aquí es de madre, pero a mí me gusta. Lo único malo es que el bagazo te puede caer en los ojos, pero nos dieron medios de protección. Lo otro es tener cuidado de no caerse por las esteras”.
Los ancianos no recuerdan haber visto ni escuchado que tanta juventud moviera al central. No faltan las alegrías, pero las preocupaciones son diarias a causa de los novatos. No pasa un día sin que emerjan anécdotas del pasado, remembranzas de proezas de moliendas, evocaciones de bragados difuntos. En las noches, es normal que se recuerden a todos: los alegres, los resabiosos, los brutos, los ocurrentes… A diario en el Panamá llueven las comparaciones.
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Historia. Se respira por doquier. Es un olor lógico en el Panamá, que está próximo a cumplir 100 años. En 1918 se inició su construcción en los terrenos de la finca Guasimal, perteneciente al Hato de Jimaguayú. Bautizado como central Vertientes en 1921, se le hizo la zafra de prueba. Los dueños de esta industria eran propietarios de otras como Agramonte y Estrella, además de poseer un embarcadero en la costa sur y grandes extensiones de tierra en este territorio.
Terminada la crisis de 1920-1921, el central Vertientes, como otras fábricas levantadas por capital doméstico, pasó a manos de la General Sugar Co., de nacionalidad americana y controlada a su vez por el gran monopolio financiero del National City Bank of New York. De la estrategia comercial surgió la Compañía Vertientes S.A., como parte del sistema de subsidiarias de este monopolio azucarero.
La rapidez en el crecimiento de las moliendas signó a la industria desde sus inicios. “El central Vertientes está considerado como uno de los mejores de la República de Cuba”, aseguraba con orgullo el periódico local La Voz en 1937. La publicación solo repetía los criterios manejados en círculos de los especialistas del azúcar, que felicitaban además la buena conducción del administrador de entonces, Mr. G. H. Bienvenú.
Así lo heredó la Revolución, como una joya del azúcar cubana. El pueblo dispuso la fisonomía acorde con el clásico enclave azucarero de los norteamericanos en Cuba, una suerte de pueblo del Oeste, con una calle principal que remata en el central. Las iglesias protestantes alzaron templos primero que la Católica, todas a un lado y otro de la vía cardinal. Y allá, en las inmediaciones del ingenio, detrás de un portón custodiado y una cerca, estaban las casonas de los empleados; frente a ellas, jardines y espacios para picnics y juego de los niños, y una calle escoltada por dos hileras de palmas reales. De Las Villas y Oriente emigraron muchos para emplearse en las inmensas zafras. Vertientes se ensanchó gracias al central.
A sabiendas de esto, entre 1965 y 1970, mediante un proceso inversionista, se amplió y modernizó el central Vertientes, que en muestra de solidaridad latinoamericana se llamaría Panamá.
Las otras remodelaciones de envergadura las recuerda Paco como si fuera ahora mismo. Era 2003 y él estaba al frente del reto: la industria altamente consumidora de energía tenía que convertirse en una que tributara energía eléctrica. Tan bien le salió el tiro a Paco que el Panamá se volvió el de mayor aporte energético del país, con un promedio de 5 megawatts por hora en molienda. “Se achicó el ingenio y el equipamiento se reutilizó para poder lograr alta eficiencia energética y un mínimo de vapor en el ingenio. Los niveles bajaron de un 48 % a un 38 % de vapor en caña. Además, se remodeló la planta eléctrica, de un tándem de vapor de turbinas muy consumidoras se pusieron motores eléctricos”.
La modernidad le supo a la industria a diabetes y cortadura. Primero le amputaron un tándem, después los cañaverales, y así la privaron de zafras durante siete años. En 2003 volvió. Tuvo un par de moliendas y se detuvo por completo en 2008. En la espera por las nuevas contiendas, le recortaron las torres. El gigante tendrá que crecerse ahora más allá de su rebajada talla.
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Caña. La fragancia se impregna en el pueblo como si las casas, parques y calles fueran de esponja y en el aire no hubiera otro olor. La razón de ser de un central es la gramínea. Sin ella los hierros se tornan silencio y penuria.
Lo primero en rescatar fue la caña. Todavía quedan muchos antiguos cañaverales cubiertos de marabú, y otros menos olvidados están medio vacíos, pero “las 13 000 hectáreas sembradas aseguran 90 días de zafra”, según Alberto Dones Rodríguez, director de la Unidad Básica Empresarial de Atención a Productores Cañeros. “Este año –afirma–, debemos plantar 4 000 hectáreas más, para cumplir con el plan de llegar a 2020 con 23 000 hectáreas, de eso depende que aquí se monte una planta bioeléctrica”.
Comunidades dependientes del cultivo que se fueron vaciando de gente ante el azote del olvido hoy resurgen. Manantiales, Palmarito, Capitán, respiran hoy con desahogo.
“Tenemos variedades cubanas resistentes y bien atendidas. Ahora el desafío está en estabilizar el ingenio, para conformar una composición de la cosecha de manera escalonada, como debe ser. Disponemos de alrededor de 120 000 toneladas que se quedaron del año pasado; no podemos arrancar el año que viene con caña requedada”, explica Alberto Dones.
La inversión en la maquinaria agrícola aseguró el primer paso de avance, el del campo. Alberto cuenta las máquinas nuevas como si enumerara diamantes: cosechadoras de esteras, tractores chinos de marca YTO –¡una maravilla!–, camiones chinos Sinotruk, todo lo necesario para cambiar la filosofía de alimentación del central. La extensa red ferroviaria y el complejo de centros de acopio son cosas del pasado. Ahora el tiro directo del campo al central se asegura en un 70 %.
En el periódico Granma, Edilberto Quesada Pedroso, máximo dirigente del Partido Comunista de Cuba en el municipio, sabedor de que sumados los aportes del Panamá y el Batalla tiene casi la mitad de la producción azucarera de la provincia en su terruño, declara sobre el “seguimiento, control, exigencia y sincronización exacta de todas las fuerzas que intervienen en la zafra, desde el cañaveral hasta la industria, para lograr moliendas altas y estables”.
Nada dice sobre los agujereados caminos ahora con más camiones, ni de los endebles puentes de la carretera que enlaza Vertientes con Camagüey, que soporta toda la materia prima extraída del polo cañero llamado “Las 500”. Ni él ni nadie declaran nada sobre el asunto.
Nadie declara sobre el desplome del robo de traviesas del ferrocarril, que terminaron en zapatas de casas. Hay mutis sobre los rieles sustraídos de la más extensa red ferroviaria del país, que fueron a dar a vaquerías y cercas.
Hay baches también en las declaraciones oficiales.
De los hoyos en las carreteras bien sabe Leandro Vera Hurtado, un chofer de 28 años que lleva cinco zafras en el Panamá. “Estos caballos tienen fuerza –habla señalando su camión chino CNHTC–. Al remolque hay que estarlo vigilando porque lo vira y sigue como si nada, y más con el bacherío de los caminos. Es un peligro en la carretera. Hasta ahora no ha pasado nada, pero ¡son 60 toneladas si ando bien cargado!”.
Antes la caña local iba a dar a otros centrales. Ahora solo sale de Vertientes cuando su fábrica se rompe. Cada vez que eso ocurre, los choferes como Leandro quisieran gritar, porque “tú llegas aquí y descargas enseguida, en el Batalla es cola y cola… Te metes dos horas y nada”.
Este chofer con diez años de experiencia se ganó en la zafra pasada, cuando trasladó un millón de arrobas de caña, el camión moderno que ahora muestra. Quiere repetir la proeza. De 7:00 a.m. a 7:00 p.m. no para. Es joven y puede conseguir empleo en otros sitios. Tira caña porque le gusta y porque el mes pasado ganó más de 2 000 pesos haciendo lo que quiere.
La nueva forma de alimentar al coloso le agrada a Francisco Rojas Lupetey. El jefe de brigada del ampliado basculador ha estado en esta parte del central 34 años. “Somos once trabajadores, todo está cubierto. Eso me hace tan feliz como la modernización del basculador, que ahora se traga el camión y sus dos remolques a la vez. El tiro directo da más caña. Desde que se corta hasta que llega aquí pasa alrededor de una hora. Con el centro de acopio demoraba por lo menos doce horas”.
Francisco lamenta que en la inversión no incluyeran un güinche, pues el que hoy hala los vagones para poderlos bascular es de principios del siglo XX, cuando la primera zafra del central. Pero el güinche arcaico no es lo único que disgusta a Francisco. Casi a diario, el basculador bosteza y bosteza por falta de caña, y la industria se detiene hasta 12 horas. ¡Medio día! No porque se demoren en cortarla ni porque falle el transporte. Es que no hay suficiente caña, por más que aseguren lo contrario todas las voces oficiales, esas que no acaban de coordinar bien la alimentación estable del reavivado Panamá.
¿Cómo creer, entonces, en la recuperación de cañaverales? ¿Cómo esperar que, antes de que lleguen las lluvias, las más de 3 000 toneladas conseguidas se conviertan en las más de 30 000 planificadas?
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Pasó casi una década para que Vertientes retomara su olor a melaza. La gente sigue hoy un tanto incrédula cuando ve la torre que echa humo un día y otro no, y que los camiones desfilan para el Batalla.
Pero allí está el central con su calvicie resuelta, su pintura restituida y el bagacillo.
—¡Ay!, este bagacillo insoportable… ¡Mira cómo me tiene el portal de negro!
—Amparito, y así tú matas a mi esposo y dice que con el arreglo que le hicieron al central ya no bota bagacillo. Que un amigo de él que trabaja allá se lo dijo.
—Ahora es peor que antes, porque aquel era largo y más grande. Este es un polvillo que se mete dondequiera. Las ventanas me las tiene negras en churre. Por eso tengo que vivir encerrada.
Las amas de casa no coinciden con los ingenieros. Pero el central vuelve a estar de boca en boca. “El central es la vida de este pueblo”, es una frase que se repite dentro y fuera de la industria, y se traduce más allá de cualquier romanticismo costumbrista. Los cocheros esperan el regreso de la miel de purga para sus caballos; los soldadores, la venida de láminas metálicas; los transportistas, el combustible de contrabando. De una fábrica puede vivir un pueblo, eso es sabido. Mientras la torre del Panamá no guarde silencio, habrá quien emplume ilusiones en Vertientes.
Muy buen reportaje con fuentes “a pululu”, opiniones y declaraciones de veteranos. Gracias a Rogelio por este retrato de “nuestro” central. Me lo he leído de un tirón desde Ecuador, con la nostalgia de un vertientino que anduvo por esa fábrica. De la caña dependerá que el Panamá perdure, aunque los planes de siembra nunca se cumplieron allá. Crucemos los dedos y oremos porque siempre escuchemos su pitazo y porque nos “envuelvan los ruidos del tandem”, como diría Noel Nicola.
Gracias, Luis Enrique, por la lectura “de un tirón”. La caña sigue siendo la gran ausente. Ella es el reto primero, el otro es enamorar a más personas del otrora coloso, para que no falte el relevo capaz, porque no solo de los viejos puede depender que esta industria recobre fuerzas.
Un abrazo
Muy buen reportaje, que bueno que el Panamá vuelva a moler, muy bueno para la gente de mi pueblo “Vertientes”. Sera una tarea ardua volver a revitalizar una industria que hace años estaba sin usarse, unido a la inversión que necesita, lo más preciado, sus recursos humanos con competencias y experiencias acumuladas se ha perdido de a poco. Éxitos
Me encantó Roger,felicitaciones,es un reportaje muy interesante.Deseamos que ese coloso camagueyano pueda moler en muchas zafras más.
Muy buen artículo. Ahí crecí yo, no dentro del central, pero sí en las oficinas. Conozco a muchas de las personas que entrevistaste. Espero Panamá pueda moler como lo hacía antes. Ojalá se unan juventud y experiencia y puedan obtener el éxito que estamos esperando. Para obtener el azúcar hace falta caña y otras cosas más…
Un pueblo que llora y calla no puede producir azúcar dulce.