Decía siempre la mar. Así es como le dicen en
español cuando la quieren. A veces los que la
quieren hablan mal de ella, pero lo hacen
siempre como si fuera una mujer.
Ernest Hemingway, El viejo y el mar
1. El naufragio
A las tres de la madrugada del 17 de diciembre de 2008 un hombre harapiento, con barba de nueve días, envuelto en un sudario de pescar, descalzo y con el pie izquierdo entumecido, toca la puerta de la habitación de un hotel. El hombre que está dentro se despereza, baja el volumen del televisor, gira el picaporte. El otro, el que espera fuera, señala algún lugar en la playa y suplica: “Please, I need help”. El hombre que está dentro cierra la puerta y marca el número de la recepción del hotel. Pide que se ocupen del otro, del que toca de madrugada.
El guardia de seguridad llama a la policía.
Cinco minutos tarda en llegar una sargento de origen colombiano junto a otros oficiales. Andrés Santana, el hombre que pide ayuda de madrugada, se aferra a los cordeles y a un montón de papeles envueltos en una bolsa de nailon. A su lado está Enrique Yenerí, compañero de viaje.
Santana mira a los policías, a la mujer, de nuevo a los policías y balbucea: “My boat, accident… Cuba”.
Andrés Morales Santana había salido con Enrique Yenerí del puerto de Santiago de Cuba el 24 de octubre de 2008 hacia Pilón, en la provincia Granma. Adrián Morales, el hijo que estaba a punto de cumplir 25 años, no lo acompaña, aunque aparece registrado en el despacho de la tripulación. “Menos mal”, dice Nancy, esposa de Santana, siete años después en la sala del apartamento de la familia en Trocha, “porque si él también se pierde yo me muero”. Y recalca ese me muero, para no dejar dudas de que se trataría de una muerte física, no espiritual.
Santana y Yenerí se marchan por varias semanas, así debe ser cuando se pretende recuperar la inversión en petróleo, carnada, víveres. El 6 de diciembre, Santana, el bote –que se llamaba así en honor al abuelo comunista que había llegado a Cuba a inicios del siglo XX desde Santa Cruz de Tenerife–, lleva 800 libras de pescado a bordo y la nevera aguanta hasta 1.100. Los dos hombres deciden sacar un último pase en Pilón para completar la carga. Se van a Vueltagrande y corren con suerte. Cuando intentan regresar, al día siguiente, las baterías no tienen fuerzas para arrancar el motor del bote. “Una se había puesto en corte y se robó la corriente de la otra”, dice Santana en su bitácora.
Esperan, por si acaso llega algún otro pescador y les presta una batería para darle carga a la suya. Pescan de día. Pescan también esa noche. A Santana, el bote, no le cabe un pescado más. A las ocho de la mañana del día ocho, sin ninguna otra embarcación alrededor que los socorra, improvisan una vela con un pedazo de lona y reman hasta la Unidad Militar de Guardafronteras de Vueltagrande. Uno de los reclutas de guardia, que ve las señales de los pescadores, se tira al agua. Santana explica. El recluta dice que la batería que tienen en la unidad está mala. Santana le pide que llame al Cabo. En Cabo Cruz, generalmente, hay varios barcos pesqueros. El recluta regresa a tierra y llama al jefe de la Unidad de Guardafronteras de Vueltagrande, el mayor Eladio. A la una de la tarde la brisa es más fuerte. El mar, cerca del arrecife, se pone bravo. Santana le dice al recluta que irá a remos hasta un lugar llamado El Rincón, cerca de Punta Inglés, para protegerse del viento. Llegan a las cinco y fondean frente a la Unidad de Guardafronteras de Cabo Cruz.
Hay tres libras de arroz. Diez boniatos. Un paquete de espaguetis y dos de fideos. Un poco de miel y otro de aceite. Cuatro plátanos burros y diez de fruta. Media barra de pan especial y “seis panecitos viejos, duros y verdes del moho que tenían”. Medio saco de carbón. Tres cebollas, algunos dientes de ajo. Y una botella de vino tinto que habían comprado para Navidad. Cocinan. Comen. Esperan. Hasta que Yenerí advierte que el bote se desenganchó. Sacan el ancla, empatan alrededor de 600 metros de soga, le amarran un saco grande de tierra y lo tiran al mar. Pero la zona es fangosa. El viento cambia y un nordeste los vuelve a desenganchar, los arrastra.
Durante la noche “se veía el resplandor del faro de Cabo Cruz y las luces de Niquero. Estábamos nerviosos pero teníamos la esperanza de que por la mañana pasara algún ferro y nos ayudara. A las doce del día pasaron dos barcos mercantes, prendimos dos antorchas […] para pedir auxilio. Uno de ellos se acercó bastante, pero nada. […] En la mañana del día diez llevábamos 36 horas perdidos. Pasó otro barco, pusimos en la proa una bandera blanca y con un saco hicimos varias señales. Por gusto”.
Santana bota todo lo que pesa porque “nadie va a venir a buscarnos”. Hacen una olla de sopa. Habían pescado dos sierras esa mañana, una de 20 libras y la otra de 28. Le echan la primera a la sopa y botan la segunda al mar. Entera. Botan también pargos y rubias de siete libras para darle flotabilidad a la chalana. Botan la tierra. Botan la carnada. “Si no han llegado hasta ahora, no van a venir ya”, dice Santana. Ya no habla con Yenerí, se prepara para lo peor, que no es morir ahogado; sino andar a la deriva. “En aquella inmensidad de mar, con la corriente que nos llevaba a rastras, ¿dónde nos iban a encontrar? ¿Cómo?”, me dirá Santana en enero de 2016 en el balcón de su apartamento desde donde se ve, quietecita, la bahía de Santiago.
Limpian el bote. Intentan recuperar la soga que tiraron al mar y consiguen halar 200 metros. No hay fuerza para más. Cortan y el resto va al fondo. Echan el hielo de la nevera en tanquetas según se va haciendo agua. Filtran el agua con el colador de café y lavan el colador en el mar cada dos o tres coladas porque se tupe. El hielo tiene restos de carbón, sangre, baba de pescado. Hierven el agua para que no se pudra. Llenan una tanqueta de veinte litros y la mezclan con los dos litros de agua limpia que les quedan. Toman solo seis dedos al día y el resto se usa para cocinar. Navegan “hacia el este para ver si veíamos las luces de Jamaica pues ya era difícil esperar más. Se nos iban a agotar los víveres. […] Avanzamos la tarde del día once y toda la noche; de luces, nada”.
Se acaba el carbón. Los hombres desencajan las tablas del piso de la proa y las queman. “Ahí arde mejor porque es donde cae el petróleo que siempre se bota del tanque”. Una semana antes de salir de Santiago, Yenerí había encargado veinte pesos de boniato. El vendedor se apareció con medio saco. Yenerí preguntó para qué quería tanto. Cuando se acaban el arroz y los plátanos, el boniato salva a los hombres.
Santana toma el timón y enfila rumbo noroeste guiándose por el sol y la luna. En esa época no hay estrellas. “Mientras estábamos al pairo recordé un grabado de un libro que leí cuando niño”, dice en su bitácora, “los marinos antiguos echaban al agua cuando había tormenta un gran bolso como un colador que era un ancla de deriva y les servía para mantener la embarcación de proa al viento. Con un tramo de cable de cobre que pedí en Pilón para hacer clavos y una cortina de lona hicimos una, la echamos al agua y mejoró la estabilidad del bote”.
“La marejada es terrible, una ola moja los fósforos y de tres cajas solo salvamos media”. Yenerí está nervioso. Le dice a Santana que si se acaba la comida, “él no va a morir de hambre, que se va a tirar al agua para que se lo coman los tiburones”. Santana detesta el drama, no soporta los lloriqueos. No obstante, le responde calmado, le dice que en su bote no va a morir nadie, y suena como si tuviera la certeza de que no va a morir nadie. Que llegarán a tierra, no sabe a cuál, pero que van a llegar lo mismo al cayerío sur de Cuba, a la Isla de la Juventud o a las Islas Caimán. Punto.
El 14 de diciembre distinguen un barco a apenas treinta metros. Prenden una antorcha con un mechón envuelto en el gancho de pescar, le hacen señas, gritan. El gancho de pescar coge candela. El barco disminuye la marcha, Santana divisa a un hombre en una especie de balcón, vuelve a gritar que necesita una batería para arrancar. Son las doce de la noche. Hacen una columna de humo corta, una larga, y una corta. Significa auxilio. Gastan un tubo de pasta de diente y escriben HELP en la lona que sirve de vela. El barco no se detiene. Verán ocho más durante toda la travesía. Nadie los auxilia. “Le dije a Enrique que ni una seña más, ni más pérdida de tiempo, ni más gastadera de fósforos”.
“Por la noche divisamos una claridad hacia el noroeste […], parecía un barco, al pasar el tiempo seguía aclarando y parecía como un crucero. […] En el fondo apareció un resplandor, tenue pero largo. […] Por encima del resplandor se veían despegar y aterrizar aviones, la luz pequeña se aclaró y ya se distinguían los bombillos. […] En eso pegó el norte y se fue la alegría. Comenzamos a alejarnos, tiramos las anclas, quitamos las velas y vimos cómo se alejaban y se perdían las luces”.
Dos días después, en medio de un “nordeste terrible, con olas del tamaño de un poste eléctrico, a remos nada más”, Yenerí y Santana se acercan a Gran Caimán. Uno tira el ancla, el otro se encarama en la proa a amarrar el bote; a uno las olas le empapan la ropa, al otro lo tiran al mar. Saltan, nadan, llegan a la orilla. Es la madrugada del 17 de diciembre de 2008 y Santana, el bote, ha comenzado a hundirse.
2. El centro de retención
En 1994, durante la llamada ‘crisis de los balseros’, más de 1.200 cubanos salieron de la costa sur del país con la esperanza de llegar hasta Centroamérica o México, y terminaron varados en alguno de los territorios de Islas Caimán. Solo 20 obtuvieron el estatus de refugiado y el resto fue repatriado.
El éxodo de 1994 le costó diez millones de dólares al gobierno de Islas Caimán, distribuidos en alimentación, traslado aéreo, gastos administrativos, atención médica. Cinco años después, en abril de 1999, el país firmó un memorándum de entendimiento con La Habana que establecía que todos los cubanos que llegaran de manera ilegal podían ser retornados a Cuba, a menos que se les concediera asilo político. Previamente, las repatriaciones se negociaban caso por caso.
Para el cierre de 2008, la cifra de arribos de ese año ascendía a 207 cubanos. Cuando Andrés Santana y Enrique Yenerí se encuentren con la policía en la madrugada del 17 de diciembre, las autoridades seguirán el protocolo habitual para inmigrantes ilegales. Si alguna vez han visto a dos pescadores cubanos perdidos, no dan noticias de ello.
Pasan la primera noche en el hospital, en una camilla del cuerpo de guardia. Desayunan refresco energético, sopa de proteína y vegetales, galletas y un vaso de leche con cereal de avena. Los trasladan hasta el Departamento de Inmigración. Durante el interrogatorio, donde Santana diga “las Tropas de Guardafronteras no nos auxiliaron”, Yenerí acotará “los comunistas nos abandonaron”. Así comenzará un forcejeo político entre los dos hombres que culminará en el silencio. Cuando Santana aborde el avión con destino a La Habana, el martes 14 de abril de 2009, tras casi cuatro meses en el centro de retención para inmigrantes ilegales, hará un mes que no hablan de nada.
El centro de retención en Gran Caimán está vacío a finales de diciembre de 2008. Hace apenas una semana deportaron a 60 cubanos. Mantenerlo abierto cuesta. Por eso reubican a Santana y a Yenerí en un calabozo de tránsito de una estación de policía donde no hay tranquilidad, ni tampoco mucho que hacer. Entre el 18 de diciembre de 2008 y el 8 de enero de 2009, por la celda desfilan un joven hondureño que se queja de dolor en el brazo y ofende a los policías, un nicaragüense al que detienen mientras maneja una moto borracho y sin licencia, otro nicaragüense que no se había presentado a juicio la semana anterior, un jamaicano y un sordomudo con trastornos mentales.
Los días que está en prisión, el sordomudo se envuelve el pulóver alrededor del cuello, los policías de guardia entran, le quitan la ropa, el sordomudo patea la reja de la celda y se duerme de puro cansancio; el sordomudo intenta ahorcarse atando tiras de ropa vieja, los policías de guardia amenazan con usar el spray; el sordomudo usa entonces la sábana, los policías de guardia le esposan los pies, la cintura, las manos. El sordomudo grita, y golpea las muñecas contra la ventana hasta que ve la sangre, los policías de guardia lo sacan de la celda, lo encadenan a una columna, le curan las heridas. El sordomudo se contorsiona y la cadena le rodea el cuello, los policías de guardia aprietan las cadenas y lo devuelven a la celda. El sordomudo le quita la bolsa de nailon al cesto de basura y mete su cabeza dentro, los policías de guardia le quitan la bolsa de nailon y le escriben que coma y duerma tranquilo, que al otro día lo van a liberar. El sordomudo encuentra un plástico e intenta cortarse las venas, los policías de guardia lo esposan abrazado a una columna de manera tal que solo puede estar de pie. A las ocho y diez de la noche del día 30 de diciembre, después de siete jornadas, el sordomudo sale de prisión.
Yenerí y Santana nunca sabrán por qué el sordomudo tiene tantas ganas de matarse. Tampoco les interesa. Ellos solo quieren dormir en paz. Y hace una semana que no lo consiguen. El 8 de enero de 2009 los dos hombres son trasladados al centro de retención de inmigrantes. Yenerí, con hongos en los pies y dermatitis en los testículos; Santana, con la presión alta.
Las reglas de Islas Caimán para la solicitud de asilo político son estrictas y muy específicas. Santana las desconoce. Tampoco es que necesite saberlas. El hombre, de 67 años, solo quiere que lo pongan en un avión de vuelta a Santiago de Cuba lo antes posible. Yenerí tiene otros planes. Si el joven de 31 años alguna vez soñó con largarse de Cuba es irrelevante. Lo cierto es que está en Gran Caimán, que sobrevivió a una travesía de nueve días en el mar y que todo aquello tenía que pasar por ‘algo’. La única razón plausible, a esas alturas, era que él pudiera quedarse allí. El mar le roba el bote a Santana. El mar le regala otra oportunidad de vida a Yenerí. Pero Yenerí también ignora las leyes relativas a la solicitud de asilo político en la isla. Richard no.
De Richard sabemos poco. Sabemos lo que está escrito en el diario de Yenerí que Santana guarda. Sabemos, por ejemplo, que es un amigo, que es el padrino de la hija de Yenerí, que es estadounidense. Sabemos que Yenerí lo llamó desde Gran Caimán, que Richard voló hasta la isla, que contrató a una abogada para llevar su caso y que también le ofreció los servicios de la abogada a Santana. Sabemos que Santana los rechazó. Y sabemos que mientras no se solucione el proceso legal de Yenerí, Santana no pondrá un pie en el avión de vuelta a La Habana, aunque siga escribiéndole cartas a Ricardo Alarcón, entonces presidente de la Asamblea Nacional del Poder Popular cubana.
Para iniciar una solicitud de asilo en Islas Caimán el aspirante debe hacer una petición verbal o escrita ante un oficial de inmigración que luego evalúa el caso. Si es aprobado, se conduce una entrevista formal. Existen aspectos específicos del proceso que deben mantenerse en secreto para evitar que aquellos que buscan asilo sean sometidos a represalias si las peticiones son negadas y deben regresar a sus países de origen. Las entrevistas de seguimiento pueden durar días y los solicitantes deben ser lo más específicos posible en su argumentación sobre el tipo de persecución que están sufriendo. Las transcripciones de la entrevista y todas las pruebas obtenidas se envían al jefe de inmigración, quien realiza la determinación final sobre el caso. Si la solicitud es rechazada inicialmente, existe el derecho de apelación.
En 2009, según estadísticas publicadas por la oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas para Refugiados (UNHCR, por sus siglas en inglés), solo una persona recibió asilo en Islas Caimán.
El 14 de abril, después de cuatro meses, ambos hombres son finalmente escoltados hasta el aeropuerto. En la mañana, oficiales de inmigración le informan a Yenerí que su solicitud de asilo político ha sido denegada. Yenerí responde que si lo retornan a Cuba es muy probable que vaya a prisión. Tiene dos actas de advertencia –no sabemos por qué– y a la tercera le pueden aplicar una pena de hasta cuatro años en la cárcel por peligrosidad. “Eso significa que nunca más podría pescar”, dice. Mientras pesan las maletas en el aeropuerto, un oficial de inmigración separa a Yenerí de la cola y saca su equipaje. Poco después de la última llamada, otro oficial le pide a Santana que diga a las autoridades cubanas que el hombre ha sido trasladado al hospital.
Yenerí nunca toma el vuelo con destino a La Habana. Todavía vive en Islas Caimán. En algún momento, durante los cuatro meses en la isla, escribe en una esquina de la bitácora del viejo: “Gracias a Santana y a su bote, he salvado mi vida, y soy libre”. Luego arranca la hoja donde está el mensaje. O al menos eso dice Santana a las Tropas de Guardafronteras a su regreso, cuando entrega su diario con el pedazo de papel faltante.
3. Las cartas
Cómo llegó La Estrella a Santiago de Cuba sigue siendo un misterio. Algunos dicen que la dejó un barco soviético en el 85. Las referencias oficiales más lejanas son de 2001, cuando el Distrito de Seguridad Marítima la entrega a la Empresa de Camiones de Oriente para el transporte de pasajeros desde Cayo Granma. Su utilidad social se amplía y la cargan con materiales de la construcción, hasta que en un viaje, repleta de bloques de hormigón, se vira. El casco sufre averías en el túnel y en la base del timón. Desmontan el motor y La Estrella queda varada en el Cayo. Unos meses después, los trabajadores de la campaña contra el Aedes Aegiptys, taladro en mano, profundizan las heridas en el casco para que no se llene de agua.
A mediados de 2009, Santana pide a la Empresa Provincial de Transporte que le otorguen la embarcación que agoniza en Cayo Granma. Con un motor y algunos arreglos, estará en el mar en pocos meses. Allí le dicen que La Estrella no es de su interés, que no consta como medio básico de su patrimonio y le advierten que en 2005 la empresa había intentado cederla a un mecánico residente en el Cayo, un tal Raúl Silva Rabel, y las Tropas de Guardafronteras negaron el traspaso.
Santana cree que merece La Estrella por encima de cualquier otra persona jurídica o natural interesada: primero, porque él estaba pescando para el Estado cuando sucedió el accidente; segundo, porque “con diez litros de petróleo y media hora del tiempo de la embarcación que estaba de guardia en Cabo Cruz” se hubiera podido evitar lo sucedido; y tercero, porque lo protege el artículo 26 de la Constitución. El mismo refiere que “toda persona que sufriere daño o perjuicio causado indebidamente por funcionarios o agentes del Estado con motivo del ejercicio de las funciones propias de sus cargos tiene derecho a reclamar y obtener la correspondiente reparación o indemnización en la forma que establece la ley”.
Para probar esto último, el Fiscal Jefe municipal le aconseja –en carta fechada el 14 de mayo de 2010– que se auxilie “de los servicios de un abogado para que establezca la acción civil ante el órgano jurisdiccional competente, al amparo de lo dispuesto en [varios] artículos […] del Código Civil”. Santana sabe que es la palabra suya contra la de las Tropas de Guardafronteras. Un “no nos fueron a auxiliar en tres días” contra un “los fuimos a buscar pero el bote nunca apreció”.
Lo que sigue es papel y tiempo. Tiempo que no le sobra a Santana. Papel para hacer muchas cartas. Cartas a la directora general del grupo empresarial INDIPES, cartas a José Luis Toledo Santander, presidente de la Comisión de Asuntos Constitucionales y Jurídicos de la Asamblea Nacional del Poder Popular, cartas al director de la empresa provincial de transporte, cartas al presidente de la Asamblea Provincial del Poder Popular, cartas a la coronel Walkiria Fernández, jefa de la dirección de atención a la ciudadanía en la provincia, cartas al fiscal municipal y cartas al fiscal provincial, cartas a la empresa pesquera de Santiago de Cuba, cartas al Consejo de Estado.
Dice Santana, en declaración jurada, el 9 de junio de 2011:
“En julio o agosto de 2009 […] me entregaron [la Empresa Provincial de Transporte] la posesión de la embarcación La Estrella en documentos, donde se alega […] que se me hace entrega por el accidente de trabajo donde había perdido mi embarcación y porque lo había solicitado la Dirección de PESCASAN y el ejecutivo de la Federación de Pesca Deportiva”.
Dice Marco Antonio Caballero de la Rosa, Fiscal Jefe Municipal, el 14 de mayo de 2010:
“El artículo 151 del Manual de Procedimientos de la Capitanía del Puerto del año 2006 norma el nivel de autorización para el traspaso de embarcaciones estatales a particulares, cuya competencia recae en el Ministerio de Transporte previa autorización del departamento de Capitanía del Puerto de La Habana y el consentimiento del capitán del puerto del territorio en que se encuentra enclavada, exigiéndose además la certificación de que la embarcación se encuentra lista para la explotación”.
Dice Santana, el 3 de agosto de 2010, en carta dirigida a José Luis Toledo Santander:
“Hace como un mes fui citado por el jefe del Destacamento de Tropas Guardafronteras de Santiago de Cuba. […] y se me pidió una copia del acta de entrega de […] La Estrella por transporte provincial, lo cual efectué al día siguiente. Ellos irían a este organismo a verificar si se mantenía esa disposición de hacer entrega de la misma. […] Después de esa fecha no he sabido más nada”.
Dicen los miembros de una comisión conformada por el Ministerio de la Industria Alimenticia, según recomendaciones del Consejo de Estado, el 2 de febrero de 2011, en entrevista con Santana:
“La posibilidad de resolución de este caso se encuentra en manos de Capitanía, quien debe aprobar el traspaso […] del casco abandonado y Guardafronteras, quienes podrían facilitar el motor y la propela. PESCASAN e INDIPES a medida que vayan teniendo en existencia los productos necesarios para la reparación de la embarcación los pondrán a disposición de Morales Santana”.
Dice Santana, el 18 de octubre de 2011, en carta dirigida a la coronel Walkiria Fernández, jefa de atención a la ciudadanía, Santiago de Cuba:
“Compañera, no acabo de entender que si ese casco de embarcación no es de nadie, ni es de interés de nadie, cómo es posible que no se me pueda entregar si aquí en Santiago de Cuba se entregaron cuatro el año pasado”.
Técnicamente, La Estrella sí es de alguien según las regulaciones actuales. La ley 115 de Navegación Marítima, Fluvial y Lacustre, aprobada el 6 de julio de 2013, en su reglamento, establece que “los ministerios del Transporte o del Interior, según el caso, son los encargados de determinar el destino más útil desde el punto de vista socioeconómico de un buque, embarcación y artefacto naval declarado en abandono”. Casi siempre, el destino final más útil es la Unión de Empresas de Recuperación de Materias Primas donde son desguazados, destinados a chatarra.
La repentina premura y atención a las embarcaciones abandonadas surge en un contexto de “avance de inversiones en los puertos del Mariel, Santiago de Cuba, Banes, la cayería Norte y el inevitable aumento en el arribo de embarcaciones de recreo, en la misma medida en que cesen las prohibiciones que concibe el bloqueo norteamericano a Cuba”, dice Enrique Lussón Battle, vicepresidente del Consejo de Ministros, durante los debates de la Asamblea Nacional del Poder Popular en julio de 2015. “Anualmente circulan alrededor de Cuba, sin entrar, unos 148 mil yates”, puntualiza Lussón.
En un artículo publicado por Juventud Rebelde en junio de 2014, el ministro de Transporte, César Ignacio Arocha, informa que existen ocho grandes barcos y más de 250 otras embarcaciones ancladas en varias zonas del país sin que sus propietarios hagan “nada por ellos”. No sabemos si La Estrella está contemplada en esta estadística, pero ya no se encuentra varada en Cayo Granma. Ahora agoniza en una represa cerca de Palma Soriano. Después de siete años, es probable que su fin sea el desguace.
4. El bote
Cuando uno salva la vida gracias a un milagro –que no es más que lo que ocurre en medio de una situación donde lo prudente, lo cuerdo, lo que toca es morir– siempre debe dar algo a cambio. Un trueque divino donde el salvado nada tiene que decir. Santana, el hombre, vive; Santana, el bote, muere. Pero Santana, el hombre, se resiste a perder.
En 2011 escribe la última carta. La fecha en Santiago de Cuba, la dirige al coronel Víctor López, Jefe de la Capitanía General de la República, y le dice “que quiere olvidar”, “hacer caso a varios compañeros” y dedicarse a construir “una embarcación con la ayuda de ellos”. “Mi necesidad es mucha y mis años restantes pocos”, añade a la solicitud de autorización para construir un nuevo bote. Santana ya no quiere luchar por La Estrella. Su carta, más que de permiso, es de renuncia.
En abril de 2013 Alberto Clavijo Delis, director general de la empresa pesquera de Santiago de Cuba, pide al presidente de la Asamblea Provincial del Poder Popular que facilite a Santana los trámites para la compra de cuatro metros cúbicos de madera. Le dicen también que el único que tiene cedro es Yayo Gudeiro. “Yayo Gudeiro fue un combatiente de la Sierra que estaba bajo el mando de Raúl”, dice Santana. En noviembre, Yayo Gudeiro, en carta fechada en la finca La Ibis, Segundo Frente, le dona un motor Lombardine, hecho en Italia. Yayo Gudeiro también le dará dos cedros y un algarrobo.
Pero justo cuando van a iniciar los trabajos el primer carpintero muere.
En 2014, Santana viaja por primera vez a Estados Unidos invitado por sus hijos. Guillermo, Andrés, Iván y Marian lo reciben en el aeropuerto internacional de Miami. Iván habla “con un amigo que tenía contratos con un banco para chapear las casas decomisadas” y el hombre le da trabajo. Santana necesita la plata para terminar el bote, para contratar a otro carpintero. “Un carpintero que vea bien”; porque si a Santana no lo hubieran operado de la vista, si no le fallaran los ojos, levantaría el bote él mismo. A fin de cuentas ya lo hizo una vez.
A Santana donde único se le adivina la edad es en las manos. No se queja, ni se cansa. Es un hombre que está acostumbrado al fatalismo en mar y en tierra. Lo lleva con dignidad. Cuenta la historia del naufragio con fastidio, sin pose de víctima. Y el hombre que lo contrata se da cuenta; por eso le sube el salario de siete a diez dólares la hora el segundo día. Trabaja una semana y regresa con 700 dólares a Santiago. No es suficiente. “Por hacer el bote me están pidiendo 12.000 pesos cubanos, más los trabajos que tengo que hacer de soldadura, reparación, tornería. Yo calculo que debo montarme en alrededor de 25.000 pesos más”, dice, “y ya debo 29 mil pesos”.
El 13 de enero de 2016 Santana viene nuevamente a La Habana a pelear un poco de ayuda para terminar su bote. Va a la embajada de Japón, tras enterarse de la existencia de un proyecto de cooperación con empresas pesqueras estatales; al Departamento de Atención de la Población en el Ministerio de la Industria Alimentaria, donde reposan todas sus cartas; al Ministerio de Transporte, para averiguar por La Estrella. Dice que esta vez se “va a amarrar en un parque”. Exagera y bromea, claro. Este invierno no habrá santiaguero en ningún parque capitalino con una soga amarrada a la cintura y un ancla que descanse en el asfalto. Treinta mil setecientos pesos y siete años después, el hombre solo tiene un esqueleto de madera a medio terminar en Cangrejitos.
Santana cumplirá 77 años el próximo 29 de junio. Los hombres de su familia no han sobrepasado los 75. “Ya yo estoy de más en este mundo”, dice, “y lo que me quede por vivir, quiero pasarlo en el mar, pescando”. Quizás esa es la función del bote: mantener al hombre con vida. Probablemente, cuando Santana, el bote, renazca; Santana, el hombre, morirá.
Sensacional! Emociona hasta las lágrimas. Gracias, Elaine.
Que extraordinario relato, me enganchó de punta a punta
Buenísimo. Si pudiéramos de alguna manera ayudar…