Todo, tarde o temprano, se desmorona. Pero hay cosas –y eso lo sabemos de sobra– cuyo desplome no ocurre de golpe sino de a poco. Mírese al espejo. Asómese al balcón. Aquí o allá, en el hilo blanco que le despunta en la sien o en el gesto torcido del panadero, puede vislumbrarse la caída. Hay acontecimientos –y eso los vecinos de La Pampa lo saben de sobra– que habitan el tiempo elástico de los gerundios. Hay cosas que se derrumban una mañana, una tarde, un minuto cualquieras, y hay otras que, sencillamente, sin acabar de caer, se van cayendo.
Esta podría ser, quizá, la historia de un derrumbe aplazado.
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Dentro de unos años, puede que la fecha de nacimiento de Fidel Castro no pase de ser un dato minúsculo en su biografía. Hoy, en cambio, se pretende que sea un motivo de júbilo y celebración. El laicismo de las escuelas cubanas es cierto solo en apariencia. Desde niños, aunque no atinemos a verlo, recibimos una educación religiosa. Birán es, de alguna manera, nuestro Belén. Por ello, tal vez, Andrés Boudet no olvida la fecha en que llegó a La Pampa: 13 de agosto de 1998.
La Pampa, que hasta apenas unos días antes había sido una posada, era en ese momento un edificio vacío y ruinoso que, de repararse, podía ser aprovechado. La Microbrigada de Centro Habana asumió la tarea. Andrés, que no tenía casa propia y trabajaba en la construcción para hacerse de una, fue el primero en poner un pie allí. Recuerda que era de madrugada cuando se detuvo en el número 103 de la calle Marina, frente al Parque Maceo, y atravesó la puerta.
En principio, iba con la misión de restaurar la red eléctrica del edificio, pero su jefe, además, le permitió quedarse en una de las habitaciones, en parte para que mantuviera a raya a los intrusos. Se instaló en la planta baja, en el cuarto más próximo a la puerta que da a la calle, desde el cual, si uno se lo propone, no resulta difícil controlar quién entra y quién sale. Residir en el primer cuarto, obviamente, tiene asimismo sus dificultades. Sin embargo, en aquella etapa no se echaban a ver. Las desventajas de vivir tan cerca de la entrada empezaron a aflorar mucho más tarde, cuando él, Andrés, dejó de ser el único habitante de La Pampa.
Durante un tiempo, se dedicó a arrancar de paredes y techos los cables viejos, inservibles. Aún hoy, cuando se traspasa el umbral, uno puede ver al comienzo del pasillo el vestigio de su faena. Arrancaba cables, subía y bajaba escaleras, se aburría a ratos, como un mayordomo sin patrón, y esperaba por el resto de las fuerzas que acometerían la reparación de La Pampa. Nunca llegaron. El edificio –lenta, silenciosamente– siguió desmoronándose.
Sí llegaban, de cuando en cuando, personas en busca de un sitio donde establecerse, dispuestas a ocupar alguno de los cuartos vacantes. La presencia de Andrés no bastó para ahuyentarlas. A solicitud suya, la dirección de la Microbrigada de Centro Habana envió a dos hombres para que hicieran guardia. Más adelante, aquellos hombres se multiplicaron. Los cuartos del edificio se fueron llenando de trabajadores de la Microbrigada que, como Andrés, optaban por una casa. De este modo, se mataban dos pájaros de un tiro. Primero, al ocupar las habitaciones con su propio personal se garantizaba que nadie ajeno a la entidad tratara o consiguiera finalmente ocuparlas. Segundo, se resolvía el problema más acuciante de esos trabajadores: la necesidad de una vivienda. Se trataba, en este caso, de una solución transitoria, porque la vivienda definitiva, supuestamente, llegaría en el futuro.
Esta podría ser, también, la historia de esa casa que no acaba de llegar, que siempre está llegando.
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En diciembre de 2015, hay en el edificio 15 apartamentos habitados, en los que reside un total de 18 niños. Esta información nos la ofrece Caridad López, la esposa de Andrés. Caridad, que hoy trabaja como custodio en el cabaret Las Vegas, se mudó con Andrés para el primer cuarto de la planta baja en 2001, y el día en que los vecinos acordaron conformar un CDR, no porque alguien se los exigiera sino porque entendieron que debían hacerlo, fue elegida presidenta.
El edificio, en diciembre de 2015, ya no es el mismo de años atrás. Su deterioro es todavía mayor. Se cae, literalmente, a pedazos. En algún momento, nadie recuerda cuándo, un arquitecto dictaminó que era inhabitable e irreparable. Por otro lado, los que empecinadamente lo habitan no son los mismos de antes. Ha habido personas que se han marchado y otras que las han remplazado. Ha habido núcleos familiares que se han reducido y otros que han aumentado. Ha habido, por supuesto, nacimientos. Tampoco es igual la gente porque han cambiado sus circunstancias. Unos cuantos, los menos, se mantienen trabajando en la construcción y hay otros que no. Los que sí se mantienen ni siquiera lo hacen en la misma entidad, ya que en 2011, al fusionarse con los Contingentes, desaparecen las Microbrigadas. Ahora trabajan para la Empresa Constructora de la Administración Local no. 2 (ECAL 2). No son iguales, en suma, porque ya no piensan ni sienten igual. La Pampa, con su fachada embustera, se les ha metido dentro. La Pampa y todo lo demás.
No solo el edificio se desploma.
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Maritza Cervera llegó a la Microbrigada en 2004 y a La Pampa en 2005. Tenía tres hijos –un varón y dos hembras– cuando se instaló en el edificio. Allí nació el cuarto, una niña que ahora tiene 9 años.
“Yo estoy dando vueltas desde los 15”, me dice Maritza en abril de 2016. “Mis padres me botaron para la calle con mis bultos y me pusieron en la puerta del que entonces era mi novio, porque era negro”. Ese novio terminó siendo el padre de sus dos hijos mayores. Las cosas comenzaron a ir mal y se separaron. Vivió un tiempo en casa de su abuela, hasta que inició otra relación con el que terminaría siendo el padre de su tercer hijo. Las cosas, nuevamente, comenzaron a ir mal. Cuando conoció a su actual esposo, también negro, vivieron alquilados. Los 17 años que llevan juntos los han pasado dando tumbos de aquí para allá, mudando de sitio como trashumantes: Mantilla, Habana Vieja, Alamar. De vez en cuando visita a sus padres, pero sabe que no puede regresar a vivir con ellos: todavía le echan en cara su presunta falta.
La Pampa no figura en el carnet de identidad de las personas que lo habitan. Como ocurre a veces, los documentos oficiales están divorciados de la realidad. Las direcciones que aparecen en el carnet remiten a lugares en los que alguna vez se vivió. O a lugares en los que vive un familiar. A lugares, incluso, que ya no existen.
Según su carnet de identidad, Maritza vive en un derrumbe.
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Andrés es de los pocos que continúa trabajando en la construcción. La primera vez que conversamos, en diciembre de 2015, se esfuerza por recordar en qué año empezó a trabajar en la Microbrigada, pero no lo consigue. Como último recurso, acude a su archivo personal. Descubre enseguida que no está completo: al parecer, hubo papeles que se perdieron cuando el mar, a solo unos metros de La Pampa, irrumpió en su cuarto. Su archivo es una jaba de nailon repleta de diplomas y toda clase de reconocimientos. No logra encontrar ninguno que le permita determinar la fecha exacta. Debe llevar, calcula, más de 20 años construyendo y reparando edificios.
Maritza, al contrario de Andrés, abandonó la construcción en 2013 y actualmente no trabaja. Cuando se fue, ocupaba el cargo de secretaria. Comprendió que su casa tardaría en llegar, si acaso llegaba, y se resistió a aceptar que otros, con menos años que ella en la construcción, corrieran con mejor suerte. La ganó, dice, el desencanto. Por eso, al contrario de Andrés, Maritza se deshizo de todos sus papeles.
Se suponía que los reconocimientos fueran tomados en cuenta a la hora de otorgarse una vivienda, pero, al fin y al cabo, no sirvieron de mucho. “Muy tarde me vine a percatar de cómo eran las cosas”, dice Andrés. “Algunos vieron el engaño y se fueron. Yo sigo porque ya estoy montado en el tren. Yo tengo que seguir”.
En diciembre de 2015, Andrés me explica el motivo por el cual, según él, tiene que seguir: en la calle Indio, entre Monte y Rayo, se está construyendo un edificio de 12 apartamentos, y entre ellos se encuentra el suyo. En este edificio, cuya construcción se ha visto detenida y reiniciada en varias ocasiones, trabajan las 12 personas a las que se asignarán las viviendas. Hace alrededor de tres años, me cuenta, se cayó de la segunda planta y el accidente lo obligó a hacer reposo durante meses. En la actualidad, debido a las secuelas de la caída, aún trabaja allí, pero como custodio. “Esa es la historia del microbrigadista”, dice. “Cuando el microbrigadista coge la casa no la disfruta, porque termina destruido”.
Andrés, al contrario de Maritza, consideró que valía la pena esperar.
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En La Pampa, como en cualquier edificio, cada quien carga con sus problemas particulares. Los dos televisores de Andrés, por ejemplo, están rotos. Está roto, además, el refrigerador. Cuando viene la jamonada a la bodega, en casa de Andrés todo el mundo sabe que se almorzará jamonada, y que en la tarde comerán jamonada, y que al día siguiente, por la mañana, habrá jamonada en el desayuno. Lo mismo con el picadillo, con el pollo o con la carne de cerdo que a Caridad, si hay el dinero, tanto le gusta comprar. A veces guardan alguna cosa en el refrigerador de una vecina, pero esa no siempre es la mejor opción. Ya les ha ocurrido que a la hora de cocinar la vecina no está.
Como en cualquier edificio, los vecinos pueden ser un problema. Están las recriminaciones, el cotilleo, la falta de consideración, el egoísmo, los resentimientos. Hubo una época en que a buena parte de los que iban de visita se les pedía que, por favor, tocaran el timbre de Andrés, porque él vivía muy cerca de la entrada y, claro, no le costaba interrumpir lo que estuviera haciendo para abrir la puerta. Hubo un día en que Andrés, cansado ya de pasar trabajo, decidió que era preferible no tener timbre.
En La Pampa, lógicamente, hay muchos problemas compartidos. El agua es uno de ellos: no llega a los apartamentos. Cada quien, cuando necesita un poco, la saca de la cisterna. No todos se cuidan de hacerlo con un cubo limpio. Por eso, mientras Maritza hierve el agua de tomar, en casa de Andrés, más precavidos, la buscan fuera del edificio, en la pila que encuentren disponible. Puede ser, digamos, en un policlínico.
Otro problema es el hacinamiento. En un cuarto de La Pampa, tres personas son casi una multitud. Esto se echa a ver, principalmente, a la hora de dormir. En abril de 2016, Maritza me invita a subir a su barbacoa. En ese cubículo diminuto, tanto que no cabe una cama, duermen dos de sus hijas, su esposo y ella. Duermen en el piso, apretujados, en colchonetas. Andrés, Caridad y sus tres hijos duermen asimismo en un pedacito. “Para hacer el amor, tenemos que esperar a que los muchachos se vayan, a que no haya nadie”, dice. “Como yo soy un viejo, esa parte casi ni me preocupa”. No deja de resultar irónico que allí, en lo que alguna vez fue una posada, la intimidad cueste tan cara.
También está, desde luego, el sobresalto de vivir en un edificio que se desmorona.
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“Nosotros somos el edificio fantasma”, me dice Caridad en diciembre de 2015, refiriéndose a la escasa atención que han recibido por parte del gobierno y de las instituciones en cuyas manos podría estar la solución a su problema fundamental: La Pampa.
Con la desaparición de la Microbrigada de Centro Habana, la entidad que los había puesto allí, quedaron en una especie de limbo. Pagan el agua, la electricidad, el gas, el CDR; sin embargo, todo el que reside en el edificio es considerado un ocupante ilegal.
Escriben al Consejo de la Administración Municipal (CAM), a la Unidad Provincial para la Atención a las Comunidades de Tránsito (UPACT), al Comité Central, pero las respuestas que reciben, cuando las reciben, son elusivas.
“Sí han venido a sacarnos”, me aclara Andrés. “La primera vez, yo había acabado de salir del hospital, porque me había dado un preinfarto. Vinieron el Jefe de Sector, la directora de Vivienda, varios inspectores y como tres policías”. De acuerdo con Andrés, el Jefe de Sector le dijo: “Mañana yo voy a poner una rastra ahí y toda la mierda esa que tienen allá adentro la voy a sacar y van a ir para la calle”. Y dice Andrés que él, por su parte, le respondió: “A lo mejor empieza por arriba, no sé, pero si empieza por aquí usted no va a coger ninguna de mis cosas, para que no se embarre las manos de mierda”. En otra ocasión, me cuenta, intentaron sacarlos para traer a los vecinos de un edificio que se había derrumbado en Belascoaín. “Pero nadie ha venido para informar que nos van a entregar una casa, o que nos van a mandar para un albergue”, dice.
Él, entonces, no sospecha que faltan apenas unos días para que eso cambie.
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En la noche del 17 de enero de 2016, se cayeron unos pedazos de techo en la planta de arriba y los vecinos –los de arriba– llamaron a los bomberos. Cuentan que los bomberos llegaron y, al ver el deplorable estado del edificio, llamaron al gobierno municipal. Al riesgo que significaba el edificio en sí mismo, se sumaba el del mar, que desde la tarde de ese día sobrepasó el muro del malecón.
Cuando llegó el presidente de la Asamblea Municipal del Poder Popular (AMPP) de Centro Habana, acompañado por una funcionaria de la Unidad Municipal para la Atención a las Comunidades de Tránsito (UMACT) y por el arquitecto de la comunidad, que confirmó la condición de inhabitable e irreparable del edificio, aquel expresó la necesidad de evacuar La Pampa, para lo cual dispondrían de una guagua que los trasladaría hacia la Escuela de Instructores de Arte “Eduardo García Delgado”, en Boyeros. La evacuación se llevó a cabo en la madrugada del 18 de enero.
Todos los vecinos de La Pampa coinciden en una cosa: el presidente de la AMPP les aseguró que la evacuación duraría 72 horas, pues, según él, se trataba de una medida provisoria, destinada a evitar daños causados por las penetraciones del mar. Todos, huelga decirlo, se sintieron profundamente engañados cuando descubrieron que era mentira.
La mayoría de las pertenencias se quedó en La Pampa. Hubo personas de afuera que intentaron aprovecharse de la situación para ocupar los cuartos deshabitados o robar. La gente, enseguida, encontró la forma de dividirse entre La Pampa y la Escuela de Instructores de Arte. Al principio, dicen, hubo policías haciendo guardia en el edificio, pero después, de pronto, desaparecieron. Cada quien se las ingenió para cuidar su casa y lo que había dentro. Un día se quedaba uno, otro día el otro, al día siguiente los dos. Y así.
Cuando visité La Pampa, en abril de este año, nunca lo encontré vacío. Siempre había alguien durmiendo, o lavando, o preparando el almuerzo, o limpiando el piso. Ni de lejos parecía un edificio evacuado. Lo raro, más bien, habría sido no encontrar a nadie. A fin de cuentas, los niños no habían cambiado de escuela ni los adultos de trabajo.
Para muchos, desgraciadamente, el viaje diario de Boyeros a Centro Habana era obligatorio.
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En abril de 2016, cuando conversamos, Andrés me cuenta que recibió una mala noticia: el edificio de Indio entre Monte y Rayo ya no tendrá 12 apartamentos, sino nueve. Uno de los tres que ya no se van a construir es el suyo. “Yo no entiendo nada”, me dice. Lo que no entiende es por qué, de repente, alguien tomó la decisión de realizar solo nueve apartamentos. Andrés no se cuestiona el hecho de que el suyo se cuente entre los que fueron “cancelados”, porque existe una suerte de escalafón, una lista. “Yo estaba en la lista”, me había explicado en diciembre de 2015, “pero me quitaron. Después, a una muchacha que estaba incluida en la lista le dieron vivienda, y a un hombre que también estaba incluido le ofrecieron un apartamento en San Miguel y aceptó. Entonces me volvieron a incluir”.
Andrés sabe que, en esa lista, el suyo no es un número ganador.
A mediados de abril, los habitantes de La Pampa son citados para una reunión en la Unidad Municipal para la Atención a las Comunidades de Tránsito (UMACT). Allí los entrevistan, les aclaran algunas dudas –sí, se les deberá tener en cuenta el tiempo que llevan residiendo en La Pampa– y les explican, además, cuáles son sus opciones. Dicho así parece que son muchas, pero no. A muchos de ellos, las palabras “albergue” y “comunidad de tránsito” le suenan a injusticia.
Caridad es una de esas personas. A Andrés y a ella, en diferentes momentos, los montan en un carro, o en una guagua, y los llevan a varios albergues para que decidan si les convienen. Por una razón u otra, no quedan complacidos con lo que ven.
Hasta un día.
Actualmente, Andrés y Caridad residen, más o menos satisfechos, en el albergue Sevilla, en el municipio Diez de Octubre.
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En junio de 2016, cuando visito La Pampa, consigo dar con Maritza de pura casualidad. La puerta de su cuarto está entreabierta y desde afuera alcanzo a ver cuatro piernas estiradas en el suelo. Alzo la mano y toco. Las piernas se mueven, se levantan, y la puerta se abre. Estaban durmiendo en el piso.
Ese día, me entero después, han pasado por el edificio a recoger las cosas que aún no se habían podido llevar para el albergue que les otorgaron en el reparto Antonio Guiteras, en el municipio Habana del Este.
“Poco a poco me iré adaptando”, me dice Abel Herrera, el esposo de Maritza. “A lo mejor me esperan diez años en el albergue. Aquí viví once. A lo mejor puedo pasar diez más allá. No lo quisiera, porque me gustaría que cuando lleguen los 15 de mi hija ya tuviéramos nuestra casa, y para eso faltan seis años. A lo mejor en dos años me voy. Nadie sabe. Ahora queda adaptarse y, quizá, agradecer”.
A Maritza se la ve conforme. Insiste en que han ganado en varios sentidos. En seguridad. En espacio.
Cuando la visito en el albergue, me percato de que esa ganancia de espacio a la que se refería Maritza es discutible. El cubículo es bastante pequeño. En el piso, una al lado de la otra, las mismas colchonetas de siempre. Cuando ella me empieza a hablar de los arreglos que necesita hacer en su cubículo y de la manera en que piensa dividirlo para ganar también en privacidad, no puedo dejar de sorprenderme.
Su optimismo deslumbra.
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