Nací en una ciudad triste
suspendida del tiempo
como un sueño inacabado
que se repite siempre.
Cristina Peri Rossi
Hoy te vengo a contar la historia de Lucía.
Lucía. Cubana, 25 años, hija única, profesora universitaria de Historia. Lleva el pelo corto, con un flequillo que le enmarca la cara. Cabello fino, de textura entre liso y ondulado. Lee a Cristina Peri Rossi y a Idea Vilariño. Le gusta el vino, o eso creo. Es amiga de amigos. Su nombre real no es Lucía: es otro, completamente distinto. Pero así la he decidido bautizar en este texto porque me recuerda a la(s) Lucía(s) de Humberto Solás. Tal vez por su voz pausada y cálida. Tal vez porque su rostro guarda la curvatura de Adela Legrá. Tal vez porque, como las otras Lucías, ella también es una encarnación de mujer-isla.
Pero la Cuba de esta Lucía que les presento no está marcada por gestas mambisas ni por la resistencia a Gerardo Machado. Es la Cuba de 2025, donde el enemigo no llega en barcos ni viste uniforme extranjero: habla con nuestro propio acento. Un enemigo que, gota a gota, ha ido desbordando la isla y empujando a su gente hacia otras tierras. La Cuba de esta Lucía está atravesada por el fantasma omnipresente de la migración.
Nuestra protagonista llegó a Buenos Aires, Argentina, el 27 de julio de 2025, después de atravesar el continente sudamericano. Y esta es su historia.
“Yo voy a hacer el camino por tierra”, me escribió un par de semanas antes de iniciar el trayecto. “Salgo de La Habana el 17 de julio… cuando llegue, te cuento todo”.
“¿Por qué decidiste irte de Cuba?”, le pregunto.
Lucía no carga con una razón “espiritual” o “elevada” para haber salido del país; o eso dice. Fue la cotidianidad, nada más, lo que la llevó a emprender el viaje. No habla de prosperidad ni de comodidad, porque un día decidió no medir su vida con esos parámetros. Son palabras demasiado amplias y subjetivas, a las que ha preferido restarles todo el peso. Tampoco idealiza contextos foráneos. De su boca jamás salió el famoso “aquí no funciona, pero en el resto del mundo sí”.
Habla de frustración, de “una vida en pausa” por culpa de la maldita espera: el regreso de la luz, del agua y el gas. Esperaba para encender uno de los dos ventiladores que funcionaba en su apartamento. Esperaba becas para cursar estudios en instituciones extranjeras que nunca llegaron. Esperar y esperar.
Los cortes eléctricos, el transporte —o su ausencia—, la imposibilidad de acceder a “lo mínimo” para sobrevivir en un país dolarizado. Dinero para recargas, alquiler, comida —sin llegar jamás a sentirse bien alimentada—. Se sentía pequeña, infantil, desprovista y, al mismo tiempo, vieja.
“Tenía miedo de parecer de 35 años”, comenta.
Sola en un apartamento de La Habana, el calor le empezó a afectar. Su mente trabajaba el doble; sobrepensaba sin que nadie “le cortara el mambo” y le dijera: “tranquila, vamos a tomar un café”. No tenía esa compañía capaz de aligerar los problemas más mundanos. Ya no estaban los amigos, y los que quedaban hacían colas en la embajada de España para trámites de pasaporte.
“En mi pequeño entorno, parecía que todos lo tenían todo resuelto”, agrega.
La presión del “cronómetro del éxito” empezó a sonar en su cabeza. Tic-toc. El último que se queda, el encargado de apagar la luz del Morro, está maldito. Un reloj migratorio que le recordaba su responsabilidad, como hija única, de ayudar económicamente a su madre. Eran muchas razones a la vez.
Cuando conoció a su actual pareja —llamémosle Alberto—, este ya vivía en Argentina. Le habló de una Argentina-promesa, un país que “no estaba tan mal”.
No fue una huida… o capaz sí. Pero el calor y el tiempo se fusionaron en un mismo monstruo y Lucía decidió irse, y hacerlo “pronto”.
“Todo el mundo, o varias personas, me sugirieron que esperara mejor una beca en España. O que Alberto fuera a Cuba y nos casáramos; esperar un año y algo para que me llegara la visa y poder viajar. Pero yo soy cabezona, arrancada y eufórica”, confiesa.
En un episodio casi maníaco, la profesora de Historia decidió atravesar por tierra Guyana y Brasil hasta llegar a Argentina, con algo de su propio dinero y otro tanto prestado. Había escuchado experiencias de conocidos que habían hecho el mismo trayecto y no les había ido “tan mal”.
“No se lo puedes decir a nadie, porque los planes no se te dan”, le advirtieron viejas voces. Lucía hizo lo contrario y notificó su salida a toda la gente que amaba. Quería hablarlo, decirlo en voz alta, porque sentía que la idea —aunque tomada— no terminaba de calar en su cabeza. Hubo muchas despedidas y un grupo de WhatsApp en el que se sintió acompañada. La última persona a la que abrazó fue su mamá, en el aeropuerto rumbo a Guyana, el 17 de julio de 2025.
“Mi mamá es muy tímida, como yo. Las dos nos sentíamos minúsculas en un aeropuerto internacional”.

Las monedas de los países que atravesó para llegar a Argentina. Foto: Ella Fernández.
Después del avión vino la van —o camioneta— y después, la canoa.
“Tenía un miedo tremendo. Me habían hablado de la canoa, [y] yo no sé nadar. Al final, la canoa resultó ser la parte más hermosa, dentro de lo que cabe, de la travesía, porque fue como un respiro”, recuerda.
El trayecto duró poco más de una semana. Para su sorpresa, todas las personas involucradas fueron “extremadamente amables”. Pero entiende que todo el entramado es, al final, un negocio. En el hostal donde se hospedó en Guyana le comentaron que, diariamente, salían al menos dos vans con 18 o 20 personas cada una. En la selva podían circular hasta 15 camionetas diarias llenas de migrantes procedentes de Cuba.
“Es un negocio bastante extenso”, comenta. “La persona que me prestó el servicio controló mi viaje desde la llegada a Guyana hasta Argentina. Es una red muy amplia y funciona bastante bien, independientemente de todo lo malo que puede suceder, porque muchísimas cosas pueden salir mal”.
Lucía describe cadenas de mando con posibles reemplazos, encargados de solventar errores y proveer soluciones rápidas en 24 a 48 horas.
“Tú contactas con una persona y le dices que quieres ir para Argentina. Esa persona te compra el pasaje para Guyana, donde paras en un hostal [donde te dan] una cajita de comida —arroz con pollo, una Fanta, un pomo de agua, después un heladito y una galletita—. Si tienes niños —y había muchas mujeres con niños, hombres con niños, adolescentes—, te dan alguna chuchería. Lo mismo si tienes una persona mayor o alguien con alguna dificultad, o que no quiere comer lo que le trajeron. Prestan atención a eso e intentan ayudarte en la medida de lo posible”.
Lucía no estuvo ni 24 horas en Guyana: esa misma noche salió rumbo a Brasil en una camioneta que atravesó la selva por un terraplén. Allí perdió la mochila con su certificado de soltería, antecedentes penales y certificado de nacimiento. No tenía cambio de ropa y estaba menstruando.
La lluvia intensa y las ruedas bajas del vehículo provocaban que la camioneta se detuviera constantemente. Le dijeron que el viaje duraba entre 18 y 22 horas, máximo 35 si el clima estaba mal. No fue así.
“Me sentaron al lado del chofer, junto al motor. El chofer estaba dormido, perdía la dirección. Nos pusimos nerviosos, pero como todo es ilegal, te das cuenta de tu vulnerabilidad: no puedes reclamar, no tienes línea [de teléfono], no tienes Internet”.
El chofer le pidió que le hablara para evitar dormirse. Lucía no pudo pegar ojo.
Llovía tanto que la tierra roja de la selva se volvía fango en cuestión de segundos. La camioneta dejó de andar varias veces; se vieron obligados a empujarlo. Luego se rompió el motor. Les habían dicho que, si esto pasaba, había que reemplazarlo, pero el chofer no quería porque el costo saldría de su propio bolsillo. Lucía temía pasar la noche en la selva. El conductor le habló de los jaguares de Guyana; ella se echó a llorar.
El final de ese tramo estuvo marcado por la llegada a un manglar donde los esperaban botes de aluminio muy pequeños, con maderas como asiento. Cruzaron un río y luego caminaron unos diez o quince minutos en total silencio hasta llegar a una casa. Allí Lucía se encontró con hombres que describe como “los típicos empresarios de novela brasileña”: traje y auriculares. Le pareció más inseguro ese encuentro que toda la travesía selvática.
“Nos metieron en un carro súper apretado y nos dejaron en hostales en Brasil”, detalla.
En Brasil, aquellos “empresarios de novela” le gestionaron el siguiente paso: un vuelo a Porto Alegre. Luego, un taxista la llevó a la frontera con Argentina. Fue a una Western Union, cambió 100 dólares por pesos argentinos y esperó.
Muchos cubanos del grupo se quedaron en Brasil para pedir refugio político; otros tenían como meta final Uruguay. Argentina es el destino menos solicitado. En ese grupo se sintió acogida. Todos hablaban de a quiénes habían dejado atrás, a quiénes iban a ver. Querían contar dónde habían trabajado en Cuba, dónde se graduaron. Había personas de todas las edades y grupos demográficos. Tomaban cerveza juntos, iban a la tienda, se acompañaban.
El día que Lucía cruzó la terminal de Santo Tomé, provincia argentina de Corrientes, llovía. Llegó a las 10:30 de la mañana; el bus a Buenos Aires salía a las seis de la tarde. Arribó a la estación bonaerense de Retiro a las 5:30 de la mañana del día siguiente. Era 28 de julio. Lo primero que recuerda es a Alberto corriendo hacia ella. Ella temblaba de frío: pleno invierno austral.
“Lo primero que hice fue comer chocotorta”, se ríe. “Tenía este chiste de que iba a cruzar todas las fronteras para comer chocotorta. Pero lo primero que sentí no fue felicidad, sino nerviosismo y hambre”.

El objeto más significativo del viaje, según Lucía, fueron sus botas, destrozadas por completo: suelas despegadas que nunca se quitó porque no tenía cambio de ropa. Foto: Ella Fernández.
Tras su llegada a Buenos Aires, le pregunté si había guardado algún objeto del viaje. Me dijo que siempre tuvo la intención de hacerlo. Conservó monedas —compró una botella de agua para quedarse con el cambio de un dólar—. En Guyana intentó llevarse una hoja de la selva, pero desapareció en la travesía.
El objeto más significativo fueron sus botas, destrozadas por completo: suelas despegadas que nunca se quitó porque no tenía cambio de ropa. Ya en Argentina, terminó arrancando los pedazos del calzado que colgaban. No piensa tirarlas; las quiere reparar. Le hubiese encantado conservar el pantalón con el que hizo la travesía, pero la prenda se desintegró: traía la tierra y el rastro de todo lo que había vivido.
Las botas —o lo que queda de ellas— y las monedas las guarda junto a recuerdos de Cuba: fotos, regalos y una dedicatoria escrita por un amigo en la primera página de un cómic de The Watchmen. El cómic era muy grande y no pudo llevarlo consigo: arrancó la página, doblada y maltrecha, y la tuvo siempre en su riñonera, un talismán para cuando tuviera miedo. Porque sí, tuvo miedo. Para vencer cualquier tipo de parálisis escribía oraciones, casi plegarias, en las notas del teléfono y las repetía durante horas, sin parar.
Cuando el vehículo que transportaba al grupo de cubanos por Guyana se averió en una zona poblada de ruidos animales —allí, donde vio un zorro blanco por primera vez en su vida—, Lucía se convenció de que si repetía cierta palabra durante una hora, sin beber agua ni detenerse, todo saldría bien.
Así, entre objetos que resistieron la travesía y rituales improvisados, llegó a una Argentina invernal. Efectivamente, al país de la chocotorta, del tango, del cuarteto y de la inflación. Un país difícil, con un gobierno poco afín a los extranjeros. Poco afín a muchas otras cosas.
Lleva menos de un mes en Buenos Aires y sabe que lo más duro está por venir, pero la ansiedad parece diluirse en la resiliencia de su voz. Todavía siente miedo, mucho miedo… a los cambios y a lo nuevo. Pero sigue; no queda otra. Ahí aparecen Raquel Revuelta, Eslinda Núñez y Legrá: las tres Lucías en una sola.
Mientras charlamos, mira a la gata de Alberto, a la que tantas veces vio por videollamada. Me cuenta de sus salidas al bar del barrio y de cómo, el otro día, un grupo de jóvenes argentinos le preguntó qué vuelo había tomado desde Cuba para llegar a Buenos Aires.
No supo qué responder.

Lucía vive ahora en Ciudad de Buenos Aires junto a Alberto y la gata que a la que tantas veces vio por videollamada. Foto: Ella Fernández.
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