“Quien tiene tierra, tiene guerra” le dice Emilia Beraldini a Felipe Santarém, ambos personajes de A través del tiempo, la telenovela brasilera que el Periodista ve en días alternos, de noche, mientras lava los pañales de Ignacio, su hijo de un año de edad. El televisor le queda a unos 10 metros de distancia mirando en línea recta, sin obstáculos que le roben la visión. Salvo cuando alguien, especialmente su hija, se mete en el medio y lo mira de pie tiene la sensación de que no pierde el tiempo, y de que aprende algo de Algo, del Universo.
Emilia, guapa, sobre los 45, es una especie de chacal en los negocios. Quiere venganza: arruinar a su madre biológica que la abandonó, y a la que ya desalojó de sus tierras. Pero se le abre el apetito. Se fija en las tierras de Felipe. Quiere toda la propiedad del joven vinicultor. Quiere agregarla al lote de viñedos vecinos que acaba de comprar. A cambio le ofrece un precio justo y algo así como volverlo un administrador, si mal no recuerda el Periodista.
Para ella es más que suficiente. Felipe es un cultor, un poeta del vino; frunce el ceño y se niega. Esas tierras son su vida. La empresaria asiente, sonríe, le repite la oferta y va más allá: le anuncia que con el tiempo su pequeña producción se verá asfixiada, aplastada por el tamaño de la competencia que ella, Emilia Beraldini, le va a plantear. Felipe no la escucha, tiene su cultura, su hogar atravesándolo.
El Periodista se conmueve. La frase “Quien tiene tierra, tiene guerra”, le habla. Es justo lo que ha estado viviendo desde hace un año. Conservar su tierra le ha planteado algún tipo de guerra permanente que no había concebido. Y que en su historia se ha presentado como un problema completamente nuevo, algo que se sumó al paquete de pruebas vitales que le dejó en herencia su madre antes de morir.
La postura de Felipe no solo le hace ver que tiene derecho a luchar por su hogar, sino que le confirma su deriva, su ligereza habitual. Como tiene cierta tendencia a ceder, un Felipe, un personaje de telenovela, lo reconstruye. Eso. Lo reconstruye como cuando a veces no se está seguro de si se ama a una chica que lo corresponde a uno hasta que alguien comenta lo guapa o inteligente es, y uno se confirma ahí, se cristaliza ahí, apuntala su amor en la opinión del otro.
El Periodista razona mirando el gran mural de la cultura a la que pertenece. Si un guionista de telenovelas puede identificar su contradicción, eso quiere decir que su conflicto es universal. Existe. X nació en un lugar y Y se lo quiere arrebatar. X y Y son antagonistas. El Periodista comprende. Pero comprende como si ensartara un collar de elementos: lavadero, casa, hogar, Emilia Beraldini, Felipe Santarém, cada uno le habla al otro desde un reino, desde un poder, desde un bastión.
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El Periodista regresó en fila, con una mano delante y otra detrás, con un cuerpo delante y otro detrás. Si el Periodista de delante hablaba, el Periodista de detrás no le oía. Hablaba en voz alta, se reía en voz alta, estaba a flor de piel. Gritaba desde el fondo del pozo. No se oía. Nadie lo escuchaba. Por eso gritaba. Cuando preparaban sus cosas para mudarse de otra de las casas de donde los habían echado, encontraron varios álbumes de fotos en blanco y negro. Una vecina les dijo que eran de la familia que vivió allí y que todos los que salían en las fotos, sin excepción, estaban muertos.
Hecho un paciente, lleno de etiquetas sobre sí mismo, sobre sus capacidades (se había peleado a golpes dos veces en su trabajo, había insultado a su jefe superior), llegó a Santiago de Cuba en 2013 con su mujer e hija buscando un hogar. La informalidad, ilegalidad y carestía de los alquileres, el bajo salario como Periodista (de vez en cuando sus padres le enviaban algún “rescate” financiero) los habían llevado a abandonar la aspiración de vivir solos en Holguín. Eran trastos. Básicamente habían fracasado. Habían sido incapaces de encontrar libertad e independencia. Regresaban buscando algo. Algo importante: un hogar. El sentimiento de derrota, vinculado con el regreso a casa, empequeñecía ante la posibilidad de un hogar, de un sitio donde dormir y establecerse tranquilos.
“Un hogar, necesito un hogar”, se decía. “Espacio, espacio vital”, se decía. Ningún alquiler duraba lo pactado: si se hablaba de 6 meses, los expulsaban al mes; si se mencionaba un año, los sacaban más pronto que tarde. En una ocasión se alquilaron en una casa vacía que esperaba comprador. Una mitad estaba en peligro de derrumbe –el techo de hormigón armado había sido fundido con arena de mar y las cabillas estallaban oxidadas. En el piso de arriba vivía gente que se derrumbaría con todo. Nadie compraría allí. Los dejarían supuestamente tranquilos durante un par de años. Un día, al segundo mes, apareció la dueña y les pidió que se fueran.
El Periodista recuerda descubrir que Holguín estaba lleno de casas vacías. En cada cuadra dos o tres. Vacías. Pensaba que de encontrar a sus dueños podría negociar un alquiler. Pero los alquileres no se encontraban de ese modo. “¿Qué hay más precioso que una casa?”, se preguntaba el Periodista. “¿Qué hay más precioso que un hogar?”. La imposibilidad de un techo, recuerda, fue el primer estadio para reconocer que vivía en un entorno hostil.
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Como su madre, propietaria de la casa, fue quien se encargó de atender asuntos de este género, el Periodista no sabe qué albur llegó primero, si el rumor del ferrocarril o el de unos funcionarios del Instituto de Planificación Física (IPF) que estaban otorgando lotes de tierra para viviendas en la parcela donde él vivía con su familia. No obstante, el fantasma del ferrocarril impactaba más que la presencia de los funcionarios del IPF. Dos eventos diferentes al mismo tiempo, sin conexión uno con el otro, sobre unas mismas coordenadas, generaban una nube propia, un montículo propio que el Periodista volvía a conectar con la palabra hogar.
El rumor del ferrocarril crecía semana tras semana. Nadie se personó a dar explicaciones en el vecindario. Al borde de la carretera algunos técnicos de replanteo llegaban a diario, sacaban sus equipos, los colocaban sobre trípodes y se gritaban entre sí notas de posición.
El IPF, por otra parte, acompañaba a propietarios que se autoasignaban terrenos en el patio del Periodista. Dos de ellos habían concurrido en días diferentes, cruzando la cerca, marcando sobre un mismo sitio, que coincidía, a su vez, con los límites que comprendía el terreno por donde pasaría el ferrocarril.
Si el Virtual Propietario A + el Virtual Propietario B + el Virtual Propietario Ferrocarril se disputaban la parcela Ñ, el Periodista creía posible perder su hogar. Mejor dicho, el Periodista sentía que la noción de hogar se desvanecía por el uso y abuso. Es cierto que tenía alguna esperanza de negociación con el IPF, mas no sentía lo mismo con respecto al ferrocarril. Un ferrocarril se desprendía de una disposición de altura, de causa mayor, intransigente como la imagen ferrosa y enorme de la propia locomotora.
La noticia se mostró con más fuerza respaldada por la ya anunciada construcción de una segunda fábrica de cemento en la ciudad. Se edificaría a unas decenas de kilómetros a campo traviesa de allí, cercana al centro urbano Abel Santamaría (más conocido como El Salao), y en el camino a la playa El Sardinero. Era una obra priorizada, que los obreros del taller de la Empresa de Construcciones Industriales 24 (ECOI 24), asentada en la comunidad, mencionaban haciendo énfasis.
Uno de los vecinos del Periodista, un chofer de taxi preocupado porque lo expropiaran y mandaran luego a un edificio mal construido, había estado tanteando entre los choferes de la ECOI 24. Le habían dicho –antes de la crisis derivada de la Covid-19– que el tren era un hecho y que en la provincia se habían cancelado prácticamente todas las asignaciones de combustible.
El país sufría una bancarrota desde antes de la pandemia. Se había despeñado la economía de Venezuela, su tándem y primer aliado político y económico. Se había paralizado incluso el hotel rojo, azul y blanco, acristalado y con forma de bandera cubana ondeando que Raúl Castro prometió inaugurar, probablemente como símbolo de remonte, de éxito, de fortaleza, a las puertas de la ciudad (y que estaba situado justo al frente de otro proyecto de hotel abandonado). Se habían detenido todas las obras. Todas, menos la futura fábrica de cemento concedida a la sociedad mercantil Cementos Moncada S.A.
La relación de esa fábrica lejana con la comunidad eran dos carriles que atravesaban el país y que pasaban por detrás, enterrados en una cadena de pequeñas lomas cercenadas, revelándose solo por el grave y estruendoso sonido que dos o tres veces al día hace temblar las persianas de aluminio de las casas vecinas.
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A un mes del avance de la pandemia, el Periodista, su padre y su esposa, miraban orgullosos por la ventana de la habitación. Afuera crecían con fuerza y verdor unas 20 matas de habichuelas; producto de ciclo corto, cuyo fruto en un mes se cosecha.
Su madre fue la que lo obligó a trabajar la tierra siendo adolescente, durante la gran crisis económica de los años noventa. Se había despeñado la economía de la URSS, el tándem y primer aliado político y económico de Cuba.
Habían trabajado juntos toda la tierra circundante, tanto como, a saber, unos 15 cafetos de sol, unos 300 plátanos con las tres variantes comunes: burro, fruta y vianda; varias cosechas exitosas de maíz, tomate, quimbombó y boniato. Antes de la crisis llegaron a tener 300 palomas criollas. Criaron cientos de gallinas y pollos sueltos que luego, por falta de comida, fueron muriendo, o escaparon, o fueron robados. Las palomas, que solo vivían allí por la regularidad con que eran alimentadas con maíz y pan mojado, volaron a otra parte, quedando apenas las que de vez en cuando regresaban a poner huevos con seguridad. Con la crisis aparecieron los cerdos, también alimentados, aseados y vacunados por su madre, y luego un pequeño rebaño de ovejas que se extinguió durante una sequía.
Esta era la primera cosecha que el Periodista, de 41 años, emprendía solo. Llegando a la carretera, donde terminaba la sombra del tamarindo, los mangos y dos grandes aguacates, había abierto varias líneas de tierra removida y tenía sembrado seis carreras más de habichuelas. ¿Por qué sembrar más habichuelas? Un jardincillo de 5 metros de largo por 5 de ancho –el que tenían junto a la ventana– podría proporcionar solo un plato diario de ensalada verde para 4 personas durante tres semanas. Quería dos platos diarios durante más semanas.
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El Periodista recuerda un Niva marrón oscuro, o un auto similar a un 4×4. Del 4×4 se bajan siempre dos o tres hombres que no parecen obreros ni técnicos a pie de obra, y que van por lo regular de jeans y chaleco verde fosforescente. Colocan la puerta del vehículo sin tirarla. Se estiran. Se acomodan la ropa. Se acercan sin apremio, con esa suficiencia que otorga administrar la ejecución de una obra de alta prioridad. Saludan. Se muestran amables, empáticos, nunca arrogantes. El Periodista los lee. Quiere adivinar, más allá de ellos, si el proyecto está haciendo aguas, si el proyecto se cancelará por fin.
El hotel de la Avenida de los Desfiles no se hizo; el hotel para acompañantes de los pacientes del Cardiocentro en la Avenida de las Américas, tampoco. De uno quedaron apenas los pilotes, la cimentación; del otro las columnas del primer piso y algunas paredes hoy cubiertas de lianas y árboles pequeños.
El Periodista no recibe información alguna, salvo que los hombres que bajan del Niva están allí en misión diplomática. Señalan hacia el platanal que el Periodista sembró hace 8 años. Piden permiso para abrir un boquete en la cerca y meter un equipo de perforación. El padre del Periodista asiente, resignado. Cortan la cerca y entra vibrando un pequeño carro amarillo con esteras y aspecto de robot de caminata lunar llamado Rolatec 45. El Rolatec 45 es torpe, ruidoso, lo conduce un operador caminando junto a él, guiándolo por una palanca. Luego ingresa un camión cisterna soviético que alimentará de agua el tubo de perforación, y con el camión una decena de hombres de la Empresa Nacional de Investigaciones Aplicadas (ENIA). En general son humildes, amables y tangenciales. Cuando el Periodista les toma fotos no protestan, no intentan ver ni comprender más allá de lo que hacen: un agujero en la tierra.
Uno de los operarios, que suele dar los buenos días y saludar de lejos, le explicó al Periodista que las piedras cilíndricas que extraían daban cuenta de que a 8 metros de profundidad estaba el agua. Le señaló con el dedo índice ciertos dibujos blancos, pardos y negros, en la roca. Dijo que si alguien se pusiera a excavar, a esa profundidad encontraría agua, aunque tendría que excavar uno o dos metros más para buscar permanencia.
Desde hace un tiempo el Periodista tenía la idea de abrir un pozo. En una ocasión conversó con un hombre que había abierto uno. Hace unos años él mismo había demorado una semana en abrir un agujero de dos metros de profundidad. A ese ritmo podría tardar unas 5 semanas. Sabía que la tarea comenzaba a ser especialmente ruda cuando llegaba la piedra gris azulosa llamada firme. Lo que el operario le mostraba era un trozo de firme. Cerca de allí, a unos 80 metros, en lo que era la propiedad de un vecino, hubo un pozo que había desparecido.
El pozo podría servir como colchón ante las imprevisibles crisis de sequía. Serviría para el consumo humano directo y para regar el cultivo.
Le comentó al técnico este plan. El técnico le respondía que era perfectamente posible. Ahora bien, ¿por qué el hombre no le advertía que era inútil pensar en abrir un pozo allí, donde no quedaría casa ni hogar alguno? El Periodista le preguntó si él pensaba que la casa estorbaría a la hora de construir la vía ferroviaria. El técnico hizo una pausa y dijo que tal vez, que él creía que no, pero que podría ser, y se alejó.
La amabilidad de los operarios, choferes y técnicos de la ENIA, la no objeción cuando el Periodista les tomaba fotos, parecía una especie de luto. Cuando incursionaban en las propiedades de una familia que sería seguramente expropiada por la fuerza, se comportaban como se recomienda al personal de servicio de un manicomio: nunca mirar a los ojos del paciente. El paciente trata de encontrar el sitio donde se arrinconaba el alma, el miedo, el defecto.
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Pasaría a todo lo largo de la Carretera Central, decían, barriendo todas las casas que se construyeron allí, que en esencia constituía todo el barrio Las Cuabas. Luego se dijo que afectaría solo un asentamiento de casas conocido como El Barrio, situado en la intersección de la Carretera Central y el final de la calle Mariana Grajales.
El Barrio posee unas 50 casas concentradas unas al lado y encima de la otra como una especie de ciudadela-oasis rodeada de árboles. Su antecedente fue un motel-posada que quedó sin construir del todo cuando triunfó la Revolución, en cuyo interior se asentaron unas pocas familias (se dice incluso que se trata de una sola familia). A medida que se fabricaban ampliaciones e insertos, la infraestructura inicial colapsó y comenzó a tener problemas de falta de ventilación, evacuación de aguas negras (una fosa colectiva lleva años saliéndose y vertiendo a la carretera), entre otros. La palabra “hacinamiento” califica las condiciones en que viven esas familias. Mudarlas a otra parte implicaría una mejora de sus condiciones de vida.
Mas no era el caso de otros habitantes de la zona. Al cruzar la Carretera Central vive un campesino llamado Oscar cuya tierra sería cortada en dos, o borrada, dado que su terreno no era lo suficientemente ancho como para soportar un corte de esa magnitud. El campesino, militante del Partido Comunista y miembro de una Cooperativa de Créditos y Servicios (CCS), producía con eficiencia en comparación con otras fincas similares. Su terreno era tan productivo y bien administrado que las autoridades reguladoras de la agricultura en la región lo tomaban como finca de referencia, y era a menudo anfitrión de visitas de funcionarios, sindicalistas y políticos.
El campesino era relativamente próspero: se había comprado una moto eléctrica; había construido una casa con cielorraso, jardines y patio de reuniones para los afiliados a su CCS; tenía corrales de cerdos, biodigestor, y teléfono fijo. La clase de hogar con buganvilias que todos sueñan. Durante los días más oscuros de la Covid-19 su finca también alimentó a cientos de familias de la comunidad, ofertando productos sin precios especulativos, ya que el servicio de distribución de módulos agrícolas que el gobierno anunciaba por televisión no llegaba ni llegó. Como Oscar seguramente habrá más casos. El ferrocarril, decían, pasaría por el medio de su vega de referencia, del mismo modo irreductible con que luego ya no pasaría por allí, y sí por el patio de la casa del Periodista.
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Siempre los mismos funcionarios. El mulato, de menos de 30 años, con aire de aprendiz o pasante, con una mata de pelo desrizada encima del cráneo y un aire ausente que se esfuerza por parecer atento; y su colega que parece su jefe, un hombre que cecea, de rostro jovial, 50 años, mulato y bajo de estatura.
El aprendiz no habla, el jefe sí, pero solo lo necesario. Si el Periodista se excita, el jefe calla y actúa como si trabajara en un auto de lujo arrendado que en 15 días debe devolver, no hay necesidad de quitarle el lodo con entusiasmo, ni de preocuparse por cualquier pieza que haga ruido. El jefe calla mientras el Periodista defiende su hogar. Luego agrega brevemente lo que tiene que agregar.
El que cecea no podría cambiar la situación, pero parece el punto más cercano al inversionista. Es cuidadoso al dirigirse a la familia. El que cecea le mostró un mapa fotografiado al Periodista. La línea del ferrocarril es curva, pero tensa y elegante. Atraviesa todo el mapa e ingresa como el trazo de un proyectil casi justo en el margen de los límites de la propiedad de la casa, lo suficientemente cerca como para expropiarlos y sacarlos de allí por el espacio que una obra así necesita para maniobrar, mover estructuras y emprender mantenimientos.
El Periodista quisiera tomar una foto para mostrársela a su padre y mujer, pero cree que no lo dejarán. No lo pide. ¿Por qué no lo pide? ¿Por qué no lo exige? Respuesta: porque se cree al margen de alguna decisión o cuestionamiento respecto al plan. El que cecea cierra el mapa como si no tuviese autorización para mostrarlo, y dice que es una obra priorizada, que es una obra de Raúl Castro, supervisada personalmente por Raúl Castro. Que nos fijemos bien en algo. En un helicóptero blanco en el cielo. “Cada vez que vean ese helicóptero por la zona es él, Raúl Castro, mirando, supervisando, desde su helicóptero blanco”.
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La madre del Periodista recibió en casa a una funcionaria de algún organismo vinculado con las obras de construcción de la vía ferroviaria. Hablaba con acento de occidente y era joven. Luego ambas salieron al patio. Contaron los árboles de mango, de café (en cosecha), de tamarindo, de mamey, de aguacates, de cereza, de anón, de limón, de coco, de pepinillos, de naranja. Las más numerosas eran las matas de plátano, unas 300.
La joven funcionaria, probablemente pasante o en periodo de servicio social, no parecía muy preocupada de verificar si se trataba de un conteo justo u honesto. Un compañero la apuraba; le preguntaba si ya estaba lista para irse.
Mientras contaba los árboles y las plantas útiles, el Periodista hacía conciencia del problema. Aunque todavía no tenían la certeza de que el ferrocarril pasaría por su casa, sí flotaba una cierta percepción de causa.
Percepción de causa: si el azar indicaba que su casa obstaculizaba el camino ferroviario hacia la nueva fábrica de cemento, sería removida, expropiada. Así que la única aspiración con la que contaba era la de recibir una reposición justa, equivalente. Esta última, según rumores, solía estar sumamente desfasada, con regímenes de tasación sin relación con la potencialidad de un árbol, sus múltiples cosechas, o un estimado de producción futura, dígase para uso doméstico, familiar, o comercial.
La ligereza mostrada por la joven funcionaria –sumada a la falta de definición sobre la cuestión de si pasaría o no el tren–, más las visitas incoherentes de funcionarios del IPF para otorgar allí mismo terrenos de viviendas –justo por donde pasaría la vía ferroviaria–, daban a entender también que no era una visita definitiva, sino una evaluación preliminar para futuras decisiones.
La muchacha anotaba lo que escuchaba sin verificar. La madre no hizo más comentarios a posteriori sobre el propósito de tal inventario, pero sí que era parte del levantamiento que hacían de la zona.
En general, el Periodista no podía dejar de percibir su poco poder para cambiar, modificar, o negociar con éxito. Ese era uno de los criterios que le hacían mantenerse distante mientras su madre estuvo capacitada física y mentalmente para manejar un asunto de esa magnitud.
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La expropiación suele ser definida en diccionarios del siguiente modo:
Expropiación: “Desposeimiento o privación de la propiedad, por causa de utilidad pública o interés preferente, y a cambio de una indemnización previa. La cosa expropiada. FORZOSA. Apoderamiento u otra corporación o entidad pública lleva a cabo por motivos de utilidad general y abonando justa y previa indemnización” (Guillermo Cabanellas de Torres: Diccionario Jurídico Elemental, 2006).
O de este otro modo:
Expropiación: “I. Del latín ex y proprio. Expropiar consiste en desposeer legalmente de una cosa a su propietario, por motivos de utilidad pública, otorgándole una indemnización justa” (Diccionario jurídico mexicano, Tomo IV, Editorial Porrúa, México 1985).
Expropiar significa tanto sustraer como indemnizar de forma justa. Que el perjudicado sea compensado sin que eso signifique ganar ni perder.
Algunos críticos de la actual Constitución cubana (y de todas las que se implementaron luego de 1959) reconocen a la de 1940 como la más democrática. El paradigma que la generó, que incluía una clara defensa de la propiedad privada, fue interrumpido o modificado radicalmente en favor de incorporar todo patrimonio a la administración estatal. Ambos paradigmas podrían identificarse por su forma de abordar la figura de la expropiación.
Este es el artículo que se refiere a la figura de expropiación en la citada Constitución de 1940:
Artículo 24. Se prohíbe la confiscación de bienes. Nadie podrá ser privado de su propiedad sino por autoridad judicial competente y por causa justificada de utilidad pública o interés social, y siempre previo al pago de la correspondiente indemnización en efectivo fijada judicialmente.
La falta de cumplimiento de estos requisitos determinará el derecho del expropiado a ser amparado por Tribunales de Justicia, y en su caso reintegrado en su propiedad.
La certeza de la causa de utilidad pública o interés social y la necesidad de la expropiación corresponderá decidirlas a los tribunales de Justicia en caso de impugnación.
Luego de un comienzo del tipo “Se prohíbe la confiscación de bienes”, la figura de la expropiación “por causa justificada de utilidad pública o interés social” aparecerá acá como un mal necesario, acaso marginal. La próxima Constitución, nueve años después, no se llamará Constitución, sino Ley Fundamental y será puesta en marcha en 1959 para darle curso y soporte legal a las medidas revolucionarias. En esta el artículo 24 sería modificado del siguiente modo (nótese la naturaleza del contenido subrayado):
Artículo 24. Se prohíbe la confiscación de bienes, pero se autoriza la de los bienes del tirano depuesto el día 31 de diciembre de 1958 y de sus colaboradores, los de las personas naturales o jurídicas responsables de los delitos cometidos contra la economía nacional o la hacienda pública, y los de las que se enriquezcan o se hayan enriquecido ilícitamente al amparo del Poder Público. Ninguna otra persona natural o jurídica podrá ser privada de su propiedad si no es por autoridad judicial competente, por causa justificada de utilidad pública o de interés social y siempre previo el pago de la correspondiente indemnización en efectivo, fijada judicialmente.
La falta de cumplimiento de estos requisitos determinará el derecho del expropiado a ser amparado por los Tribunales de Justicia y, en su caso, reintegrado en su propiedad. La certeza de la causa de utilidad pública o interés social y la necesidad de la expropiación corresponderá decidirlas a los Tribunales de Justicia en caso de impugnación.
La primera frase que nos sirve de guía: “Se prohíbe la confiscación de bienes”, empequeñece frente a adjetivos acusadores como “tirano”, “delitos”, que justifican y reclamaban una firme vindicación a favor del pueblo. Los bienes se politizan. Esa necesidad de ajuste de cuentas a la tiranía de Fulgencio Batista es arrolladora. Entre las instituciones que se quebrarán o ablandarán en las próximas constituciones promovidas por los dirigentes de la Revolución, estará aquel respeto y reconocimiento pleno sobre la propiedad privada.
Julio Fernández Bulté, profesor de la Universidad de La Habana, subraya en “Tras las pistas de la Revolución en cuarenta años de Derecho” (Temas, No. 16-17: 104-119, octubre de 1998-junio de 1999) que estas expropiaciones obedecen a los “golpes y contragolpes que se producen en el curso del enfrentamiento a las agresiones imperialistas que comienzan, de hecho, desde el triunfo mismo de la Revolución, y adquieren su más alta virulencia –hasta ese momento– cuando se promulga la Ley de Reforma Agraria”. La Revolución, dice Bulté, “respondió de este modo a la eliminación de nuestra cuota azucarera y al boicot de las empresas petroleras que se negaban a refinar el petróleo procedente de la Unión Soviética”.
En el artículo 25 de la Constitución de 1976, la primera frase: “Se prohíbe la confiscación de bienes”, se sustituye por una que significa casi todo lo contrario: “Se autoriza la expropiación de bienes”. El término “expropiación” aparece como una bandera, una declaración de principios, una metodología de desarrollo.
Artículo 25.
1) Se autoriza la expropiación de bienes, por razones de utilidad pública o de interés social y con la debida indemnización.
2) La ley establece el procedimiento para la expropiación y las bases para determinar su utilidad y necesidad, así como la forma de la indemnización, considerando los intereses y las necesidades económicas y sociales del expropiado.
La Revolución institucionalizada es una cosa, la rebeldía otra. La Revolución conserva en la Constitución de 1976 el espíritu rebelde de sus primeros días. Intentando purificarse de los males de la República anterior y superarla, ya no se rebela contra el tirano y sus secuaces, sino que se rebela entre otras cosas contra el hábito de contrapesos que orienta la pulsión dialéctica, la crítica dentro del pensamiento jurídico que persigue actualizar y ceñirse a las necesidades del sujeto en sociedad y no tanto del Estado. La Constitución de 1976 se rebela, efectivamente, pero en dirección a conservar las prerrogativas ejecutivas alcanzadas en 1959.
Se hace inevitable regresar al profesor Bulté y leerlo entre líneas. El filósofo e historiador de las ideas políticas Leo Strauss proponía, invitaba, a desconfiar de lo explícito del texto y leer lo implícito, leer entre líneas. En la sublimación, en la autocensura, vistos como fenómenos naturales, necesarios, inherentes al pensamiento y marco histórico y político del sujeto que ejerce y divulga el pensamiento, suelen haber mensajes importantes sobre la realidad de un momento histórico, también ilustran dispositivos, lógicas que lastran, influyen, deforman, oscurecen aquí o allá la búsqueda de la verdad.
Aquellos golpes y contragolpes iniciales de la Revolución agredida tendrán un soporte jurídico, dice el profesor Bulté. Dice que “están todos, sin excepción, plasmados en una violenta, febril, ingente normativa jurídica en la que no falta, no obstante esas características, la debida coherencia y perfección técnicas”.
Una parte del conocimiento y acervo que representa el profesor Bulté quiere decirnos que las normativas de los primeros años de la Revolución eran perfectas y coherentes, al mismo tiempo que violentas, febriles e ingentes. Quiere decirnos que lo uno no quita lo otro. Pero acota (por eso lo subrayo): “no obstante a esas características”, refiriéndose a las características: violentas, febriles e ingentes.
Pero otra parte del conocimiento y acervo de Bulté quiere decirnos exactamente lo contrario: que no podían ser perfectas y coherentes al mismo tiempo que violentas, febriles e ingentes. Hay un forcejeo en la frase, y es difícil determinar cuál mensaje quiere Bulté que prevalezca. Lo que le interesa subrayar al Periodista es que en la Constitución de 1976 prevalece y acaso se impone explícitamente el carácter, o el fantasma del saldo “violento, febril e ingente” de 1959.
Más adelante Bulté intenta saldar cuentas y es más claro que hay violencias y olvidos esenciales en el pensamiento jurídico cubano que repercutirán posiblemente en la expropiación que sufrirá el Periodista:
“Esta situación [la entrada en Cuba e implementación de ideas del Derecho soviético] llegó a afectar incluso, a mi modo de ver, al sentido popular y progresista de nuestra técnica jurídica, la que, paradójicamente, en ocasiones se retrasó en esta dimensión, al asumir soluciones y principios del campo socialista. Me refiero, por solo mencionar un ejemplo, a la rigidez en el tratamiento de las fuentes del Derecho, en el que predominó siempre un absorbente estatismo y un rígido monismo jurídico estatalista, contra la flexibilidad y frescura del modelo bizantino. Me refiero a la negativa a admitir fuentes populares, de creación directa del Derecho, como la costumbre”.
En el artículo 58 de la Constitución de 2019 (saltándonos las reformas constitucionales que tendrán lugar) con la entrada en vigor de nuevas figuras de empoderamiento, como el reconocimiento del trabajo por cuenta propia y el estímulo a la inversión extranjera, se modera el tono. La primera frase será: “Todas las personas tienen derecho al disfrute de los bienes de su propiedad”.
Artículo 58. Todas las personas tienen derecho al disfrute de los bienes de su propiedad. El Estado garantiza su uso, disfrute y libre disposición, de conformidad con lo establecido en la ley.
La expropiación de bienes se autoriza únicamente atendiendo a razones de utilidad pública o interés social y con la debida indemnización.
La ley establece las bases para determinar su utilidad y necesidad, las garantías debidas, el procedimiento para la expropiación y la forma de indemnización.
La casa y el patio del Periodista eran resultado de esa cadena de expropiaciones que beneficiaron al pueblo. ¿Esto quería decir también que el hecho de haber concedido y facilitado la tierra, el hogar, otorgaba el derecho recíproco a quitarla?
¿Cual lectura entre líneas se precipita de la negación a restablecer el texto de la Constitución del 40? ¿Qué elementos se tendrán en cuenta para asumir que existe una “evidente” superación de aquella?
Según el abogado cubano Eloy Viera Cañive, “el único recurso que hay en una expropiación forzosa es discutir la compensación”.
“La expropiación forzosa –continúa Viera– se discutiría en un proceso civil si la autoridad administrativa (Ferrocarriles de Cuba y/o la empresa mixta Cemento Moncada) promueve un proceso de expropiación forzosa para ejecutar esa expropiación”.
Eloy Viera se basa en un caso de expropiación similar que conoció en Varadero. Una casa estaba en la zona donde se construiría un hotel, su propietario hizo una reclamación en tribunales que fue desestimada.
El artículo 430 de la Ley de Procedimiento Civil, Administrativo, Laboral y Económico concluye que: “Si los bienes objeto de la expropiación hubieran de destinarse a la ejecución de planes de obras públicas, de construcción de viviendas o para el desarrollo económico, educacional y cultural del país, o que interese a la defensa o seguridad del Estado, o a cualquier otro fin social, la oposición como cuestión de fondo solo podrá basarse en ser el precio ofrecido inferior al valor real de los bienes o no ser equitativa la compensación ofrecida en relación a la utilidad que reporten al expropiado”.
Ningún tribunal podría obligar a Ferrocarriles de Cuba y/o la empresa Cementos Moncada a correr el paso de la línea para otra parte. Solo se podría discutir una compensación.
Un amigo de la familia que formó parte de una comisión de expropiación en los años 90 vinculada a construcción de represas, le comentó al Periodista que los precios de los árboles y plantas comestibles solían ser muy bajos, pero que probablemente iba a recibir una casa mejor. Él había expropiado bohíos de guano y a sus habitantes les habían dado a cambio casas de mampostería.
Al Periodista le preocupaba tanto como la casa, el hecho de ser compensado con un terreno, un patio. El amigo de la familia dijo que si no era propietario o usufructuario no le darían un terreno a cambio. Y que la ley era una trampa. Y que en todo caso lo único que le reconocerían sería la bienhechuría, la cual definió como todo lo que está por arriba de la tierra, o sea, los árboles. Luego dijo que las propiedades se entregaron solo al principio de la Revolución, y que a Fidel eso no le dio la cuenta, y con el tiempo comenzó a dar tierras en usufructo para luego no tener problemas si la Revolución necesitaba disponer de ellas.
El título de propiedad de la vivienda del Periodista es claro sobre el derecho perpetuo de superficie. Sin embargo, sobre el terreno lanza un arcano: “La parcela del terreno mide 21.25 m por su frente, por su lateral derecho 90.35 m, por su lateral izquierdo 89.55 m y por el fondo de 21.10 m terreno que se delimita y con un área total de 350 m2”. Hay un error, el área total no es la que expresa el documento. Redondeando las longitudes de ancho a 21 m y largo a 90 m, equivaldría aproximadamente a 1 890 m².
La autoridad administrativa en este caso, representada por el jefe que ceceaba, no se refería en términos de intercambio equitativo ni compensación donde “ni se gana si se pierde”. Cuando el Periodista le habló de árboles frutales, siembra de alimentos, crisis económica, carestía de productos, siembra de autoconsumo, antecedentes del periodo especial, de sus niños pequeños y el peligro de desnutrición, el funcionario le devolvió lo único que parecía tener o saber: que aquella vivienda era “Tipología 3”, y que eso significaba –mirando la casa y moviendo la cabeza a un lado y otro, como sacando cuentas– que no podrían aspirar a mucho.
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Durante su niñez, la madre del Periodista había vivido bajo un techo, el de su abuela, que consideraba ajeno. Un hogar numeroso. Su abuela tuvo 15 hijos en una casa de adobe y techo de guano, que solo hasta después de la Revolución pudo hacerse de mampostería. Tenía el sentimiento de que debía superar eso; tener una casa propia, un hogar para sus hijos, fue uno de los principales objetivos que se impuso desde muy joven.
Luego del triunfo de la Revolución salió a alfabetizar a las montañas y nunca regresó. Al cumplir aquella misión le concedieron una beca de estudios en Santiago de Cuba, donde se enamoró, consiguió trabajo y se casó. Luego gestionó el actual terreno y construyó su casa. Aunque muchas veces decía que construir una casa había sido una de sus metas individuales, la casa nunca fue para ella un objetivo alcanzado solo con su trabajo y sacrificio personal, sino algo facilitado por la Revolución y la guía de Fidel Castro.
El Periodista no sentía así. Solo si intelectualizaba el problema, podría comprender el modo de sentir de su madre. Para él era evidente que cualquier conquista o derrota descansaría a grandes rasgos sobre su propio esfuerzo y determinación.
Esta diferencia radical de punto de vista se parecía, en efecto, a esos lugares donde se unen dos mares y las aguas conviven, se juntan sin perder su color propio. Estos dos mares simbólicos estaban contenidos en la diferencia de paradigmas que mostraban la Constitución del 40, la Ley Fundamental de 1959, y la Constitución de 1976.
La Constitución de 2019 parecía, al menos en la letra, en camino a tratar de resolver que ambos paradigmas generados dentro del mismo sistema socialista pudieran vivir en paz.
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Cuando el bebé del Periodista lloraba él solía llevárselo al patio, caminar entre los cafetos hasta que el niño tragaba, se serenaba y paraba de llorar. Luego el Periodista se sentaba sobre un trozo de cemento que había bajo un árbol de aguacate y apoyaba al bebé sobre sus piernas. Era una especie de banco rectangular que parecía haber sido hecho para tal propósito: sentarse, mirar, oler, tomar aire fresco. Había estado ahí siempre. El monte, los pájaros, los insectos, las hojas de los árboles, la espigas del anamú, serenaban al pequeño. Meses después, cuando un buldócer enviado por la ECOI 24 removió y aplanó esa parte del patio, sacó el banco de raíz. Al verlo el Periodista supo que no era un banco, sino el cimiento de una casa.
En ese cimiento estaba contenida la historia de cómo y por qué su madre había podido bloquear los intentos de entrar al patio. Lo fabricó un hombre que quiso construir una casa. Finalmente había tenido que abandonar el proyecto, porque no se podía construir en el sitio sin previa autorización de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR). Eran terrenos que pertenecían al ejército. Su madre, civil de las FAR durante casi toda su vida laboral, obtuvo esa autorización de un general y combatiente de la Revolución llamado Raúl Menéndez Tomassevich.
Cuando el IPF llegó a casa del Periodista preguntando por el propietario del terreno, fue su madre, de 74 años, quien los recibió. Su padre, de 84, recuerda que fue una mujer. La funcionaria les informó que parte del terreno que rodeaba la casa iba a ser entregado a otras familias para que construyeran viviendas por esfuerzo propio. La acompañaba un beneficiario, el cual había sido el promotor de la gestión desde hacía meses.
La funcionaria dijo que venía amparada en una política social para beneficiar a familias sin hogar. La actitud de su madre y su padre fue de colaboración y confianza. No estaban frente a una persona, sino frente a una institución de la Revolución. Luego salieron al patio y la funcionaria hizo unas mediciones. Su padre dice que tal medición no fue puesta en duda, la consintieron verbalmente al no negarse.
Cuando lo comentaron en familia el Periodista opinó que podría haber un error. Habría que tener algún tipo de celo con el terreno. Que una funcionaria llegara a nombre del IPF, no quería decir que su gestión fuera completamente honesta o que estuviera exenta de error.
El Periodista quiso conocer cuáles eran los metros comprendidos en la propiedad, luego midió el terreno y comprobó que llegaba, según los papeles, hasta un límite que había sido ignorado por la funcionaria. Según su padre, ninguno fue consciente de que esa medición que hizo la representante del IPF estaba dentro de los límites que reflejaba la propiedad de la casa. No midieron según los límites que ya existían, sino según los de la propiedad futura que sería entregada al nuevo beneficiario del terreno. Era como si nombraran un mar dentro de otro mar que ya existía.
Entre los papeles que su madre dejó hay uno que confirma la autorización del general Tomassevich. Ningún otro intento privado o institucional de establecerse allí había conseguido su objetivo. Días después de aquella visita de la funcionaria, y de las dudas promovidas por el Periodista, su madre fue a la Región Militar a dar noticia sobre aquella incursión del IPF. Un oficial le dijo que allí nadie iba a poder construir. Ella quedó tranquila con esa respuesta, luego sufrió un derrame cerebral y murió.
Meses después del fallecimiento de su madre, el señor que había promovido construir su casa en el patio del Periodista, sembró maíz, calabazas, e hizo unos huecos en el terreno para colocar las columnas de su casa. Había decidido ignorar la advertencia de que levantar una casa allí sería un error que le iba a traer problemas legales. Luego de algunas visitas al IPF provincial, una reclamación escrita, y la visita de un funcionario del IPF de la oficina de Atención a la Población, el señor decidió correr su casa al lote siguiente, donde había espacio para varias casas y no habitaba nadie. Quería construir encima de un terreno aplanado durante años por las diferentes siembras que la familia del Periodista había hecho.
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En una ocasión el Periodista vio a unos hombres cortando matas a machete en el patio. Se paró en la puerta de la casa y les preguntó en voz alta qué hacían. Un hombre de 50 años, bajo de estatura, blanco, le respondió con propiedad y sin amabilidad: estaban entrando para medir. Parecía el hombre de más rango en la brigada. El Periodista les dijo que debían pedir permiso. El jefe dijo que para él eso ya estaba palabreado, que por allí iba a pasar el tren, el puente de un tren, y que su casa se iría de allí. El Periodista respondió que a él nadie le había hablado de darle casa, ni patio, ni tierra para sembrar esos plátanos que ellos iban a cortar. El hombre pareció comprender, pero sin retirar la arrogancia inicial. Dijo que esa misma tarde iba a pasar por allí un buldócer. El Periodista le respondió que a él nadie le había avisado de ese buldócer que iba a destruir un platanal que él había sembrado hace años. El jefazo siguió hablando con sus subordinados en voz alta para que el Periodista lo escuchara. Decía que a 20 o 30 metros a cada lado de la línea no podría haber casa alguna. La casa del Periodista estaba a unos 12 metros de donde debía pasar la línea.
El Periodista cortó unas 100 matas de plátano, sacó los chopos y los limpió de larvas y zonas enfermas, luego las montó en una carretilla y las fue acumulando bajo un árbol de anón. Durante una semana limpió un trozo de terreno a machete, luego con azadón. Abrió unos 40 huecos y sembró hijos y chopos de plátano. Técnicamente, el platanal que había mudado no estaba comprendido dentro de su título de propiedad. Sin embargo, durante los años 90 dicho terreno les había dado de comer. Al ubicarse lejos de carretera y cerca de la casa, estaba mejor resguardado contra ladrones. En él sembraron tomates, maíz, yuca, boniato y, por último, plátano. La tierra era buena. Crecía prácticamente cualquier semilla que arrojaban.
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Los funcionarios del IPF dejaron de acudir para entregar lotes de tierra por donde pasaría el ferrocarril. El señor que había promovido otorgar parcelas de tierra allí decidió hacerse una casa de tablas, trozos de metal y tejas de fibrocemento. Luego una comisión del IPF le requirió que debía levantar la casa e irse.
La falta de coordinación entre el IPF y los inversionistas del ferrocarril minó la confianza del padre del Periodista. Sospechaba de los procedimientos. Les decía a sus amigos: “Con la Revolución se acabaron las injusticias, con la Revolución se acabaron las injusticias”. Esperaba que le entregasen a cambio algo que no le parecía descabellado: una casa y una parcela similar, equivalente, que no implicara ganar ni perder.
Mientras el Periodista sacaba de raíz una mata de plátano, encontró un machete que había perdido. Le tiró una foto y pensó que era un símbolo. Que aquel machete intentaba decirle algo. Lo había comprado en el municipio Mella, mientras filmaba un cortometraje de ficción. Su madre vivía aún, no tenían noticia sobre funcionarios del IPF disponiendo de su patio, ni del paso de un ferrocarril.
En el cortometraje se hacía una ceremonia entre fiesta y velorio para despedir a una anciana y a un anciano que morirían por voluntad propia. Los invitados hablaban alrededor del fuego de un tren que iba a pasar por aquella comunidad de antaño en la que vivieron todos juntos. El tren finalmente no pasó, pero aun así la comunidad desapareció, fue expropiada en favor de una represa. A cambio, a los residentes de la zona les entregaron apartamentos. Aquella reunión de despedida transcurría en una isla en donde vivían confinados los ancianos, porque habían decidido no irse de allí, de su hogar y su pasado. El Periodista, mirando el machete que había reencontrado bajo algunas hojas secas, se dio cuenta de que no había escrito una metáfora sobre Cuba, sino sobre sí mismo. Quiso mandarle la foto del machete al equipo de posproducción para inspirarlos comentando lo anterior, pero le pareció algo que en el fondo solo le importaba a él.
El buldócer llegó una semana después. El techo de la cabina del operador picaba en 3 metros de altura. Rugía de un modo ronco e insolente. El humo del motor era negro y abundante. Usaba esteras. Parecía un tren, una locomotora. Parecía el futuro. En la parte trasera tenía una especie de garfio que enterraba en la tierra para evitar ser derrotado por magnitudes de tierra demasiado grandes. Cuando fue bajando a retroceso de la rastra que lo transportaba, el garfio trasero se enterró en la calle de asfalto que daba acceso a la casa del Periodista y abrió un agujero de varios centímetros de profundidad.
El buldócer entró al patio a la vista de todos. Destruyó lo que quedaba del platanal. El operador trató de no destruir tres limoneros, pero no pudo evitar aplastar tres matas de plátano paridas y parte de la cerca de lo que fuera el organopónico de la familia. Evitó tumbar un árbol de mango toledo y algunas matas de café. Sacó de raíz el banco donde solía sentarse el Periodista con su bebé. Trazó una línea recta para que los ingenieros de la ENIA pudieran medir el lugar de los agujeros, que era también el lugar donde abrirían amplios boquetes en los que colocarían grandes paneles para fundir toneladas de cemento en jaulas de acero del tamaño de una habitación. Serían aproximadamente 6 enormes pilotes. Prácticamente no quedaría nada de lo que fue durante 41 años el hogar del Periodista.
En el cortometraje había un hijo que no asistía al funeral de sus padres. Había decidido irse; su casa, su hogar eran el pasado y él miraba hacia el futuro. El Periodista creyó que él escribió ese cortometraje desde el futuro. Ese futuro le proponía ser el hijo que no regresaba. Ese hijo representaba un tercer paradigma que implicaba la superación del individualismo y el colectivismo. El paradigma del desarraigo.
Recordó a Hegel describiendo críticamente la fórmula de Abraham, uno de los patriarcas del pueblo de Israel. Y con eso cerró su texto:
“[Abraham] No cultivaba la tierra en la que moraba, su ganado la depredaba; no la cuidaba, no adulaba la tierra para que esta le trajera frutos. Ya no se podía acostumbrar a pedazos de tierra particulares ni los llegó a querer; no los podía considerar como partes de su mundo más reducido. El agua que él y su ganado necesitaban yacía en pozos profundos; no era agua de un movimiento viviente; ha sido excavada penosamente (o si no, comprada o conquistada). Pronto volvía a abandonar los vergeles que le proporcionaban tantas veces su sombra.
”Era un extraño en la tierra; ¿cómo hubiera podido crearse dioses, cómo hubiera podido unirse con los [aspectos] particulares de la naturaleza, creándose sus dioses? Siendo un hombre independiente, sin estar conectado con un Estado o con otro fin [fuera de sí mismo], lo supremo para él era su existencia, por la cual se preocupaba a menudo”.