“Asere, esto parece una película”, me dice el Chino con un codo sobre la cerca perimetral que separa su casa de la mía. Y esboza lo que pretende ser una sonrisa, después de un duro día de trabajo en la vega de tabaco. Pero el rostro se le amarga un poco cuando apostilla de inmediato: “Bueno, una película, pero de verdad”.
Ya es demasiado común el lugar común de que la realidad supera la ficción. Esta vez, me luce, se pasó un poquito la realidad. Si el asunto era solo superarla, no había que apretar tanto.
Al Coyuntavirus, que ya lo teníamos reinando sin vacuna entre los cubanos, ahora se sumó esta “cosa”, con carné de identidad SARS-CoV-2, que me ha hecho recordar más de una vez a los profes de Biología de la secundaria y el preuniversitario. Ni una célula tienen los bichos como este, ni una triste célula, de la que disponen, por ejemplo, las también microscópicas bacterias, y llevan meses aniquilando al organismo más complejo sobre la Tierra, con sus millones de células en tejidos, órganos, sistemas de órganos…
“De madre, Chino”, contesto casi por inercia y al instante nos ponemos a hacer un inventario apurado de los muertos del día, los países que están más críticos, el chisme de algún vecino “sospechoso” porque recibió o visitó a familiares extranjeros y lo que ha venido a la bodega, “por la libreta”.
“Llegó el módulo de aseo”, me grita detrás de una persiana Marta, su esposa. Y acota que contiene jabones de lavar y de baño, caramelos para los núcleos donde haya niños, pasta dental y detergente líquido. Pero el detergente no lo trajeron. Dicen que está en falta y viene en la otra vuelta.
En estos días, cada vez que he tenido que salir hacia la ciudad de Pinar del Río —Montequín, mi barrio, es de las afueras, polvoriento y bullanguero— me encuentro una urbe más desierta de lo que habitualmente está, solo con islotes de colas, en el mismo plan de hace meses. “Aquí sacaron detergente”. “Allá están vendiendo croquetas”. “Apúrate, que más allá tienen papel sanitario”…
En el Mercado de la Línea, el más grande de su tipo en la ciudad, me enfrasqué hace poco en un molote (con cierta distancia) para comprar sardinas en salmuera. A 10 pesos el kilogramo. Faltándome 6 o 7 por delante, el policía que custodiaba la puerta del kiosco anunció que se habían acabado.
Minutos antes, de la desorganizada cola se apartó unos metros un hombre alto y encorvado. Se bajó el nasobuco y prendió un cigarro. Otro policía lo llamó, le echó una reprimenda y se lo llevó, carné en mano, presuntamente para multarlo. “Extremista”, musitó la señora que iba delante de mí. Otros hicieron gestos aprobatorios y le echaron más leña al fuego. La mayoría ni se inmutó, con los ojos fijos en los paqueticos de pescado y la mente en cualquier lugar.
En las guaguas urbanas hace varios días que solo se permitían pasajeros sentados y, excepcionalmente, algunos trabajadores de la salud, a los que se eximía de la cola y podían viajar de pie. Todos “nasobuqueados” y pasando las manos por el chorrito de agua con cloro que el despedidor o el chofer proporcionaban en la puerta del ómnibus. Pero ya ni guaguas urbanas. A moverse en bicicleta, caballos, transportes de trabajadores y, los carrotenientes, sobre ruedas de excepción.
Cuando raramente llega pollo al kiosco en divisas de la localidad se está despachando mediante tiques y anotándolo en la libreta de abastecimientos. Para que en quince días estos no puedan coger de nuevo… A los policías se suman en esa faena organizativa la delegada del Poder Popular de la circunscripción y algunos lugareños con habilidades de “cuadros”.
—“Pero la gente no está muy asustada”, observa el Chino. Y tiene razón. En mi barrio, al menos, todavía se ven los que salen al camino sin nasobuco, hacen visitas y hasta se reúnen a tertuliar pensando que la guerra anda lejos. Sin embargo, desde el pasado 31 de marzo la comunidad Camilo Cienfuegos, en Consolación del Sur, a 25 km de aquí, está en cuarentena por un foco de transmisión local. Y si no se controla la expansión, quién sabe si hasta la provincia entera lo esté en algún momento.
El parte de las 11:00 a. m., con el rostro amable y serio del Dr. Francisco Durán explicando los pormenores epidemiológicos de la jornada anterior, se ha convertido en la misa diaria. Se escucha atento la “homilía” científica; hacia adentro se dice “amén” y después, tristemente, a seguir pecando. Unos por necesidad y otros por necedad. Pero pecado al fin, para el que no habrá rezos ni agua bendita salvadores.
Le cuento al Chino que ayer llamé a un médico que está trabajando en el poblado en cuarentena, para entrevistarlo. Cuando le dije “medio de prensa no estatal”, respondió primero “tengo que consultarlo con los jefes”. Y horas más tarde, en un amable mensaje: “no me dieron autorización”. “Gracias, cuídese mucho. Lo admiramos”, contesté finalmente.
—“¿Y eso por qué pasa?”, pregunta mi vecino. Pero la respuesta es demasiado larga y desgastante. Le tiro cualquier broma, casi en son de despedirme. Hay enfermedades que tendremos que arreglar, alguna vez, para bien del país y su ciudadanía, cuando pase esta pandemia. Nos va la vida en ello, diría el genio de Aute, que ya no estará al alba.
Mientras, recuerdo a otro buen amigo que atravesó hace meses por una crisis nerviosa. No podía dormir, porque le preocupaban obsesivamente su familia, sus hijos, no estar saludable para poder trabajar y mantenerlos. El siquiatra, aparte de las pastillas de rigor que le recetó, le dio un diagnóstico, heterodoxo, pero bastante certero: “Chico, lo que tú tienes es un exceso de futuro. Te preocupa demasiado lo que va a pasar. Y la cosa es hoy. Concéntrate en el hoy”. Además de tomarse los fármacos, mi amigo siguió la indicación con disciplina de monasterio, y le ha ido de maravilla. Desde que me lo contó, cuando nos vemos y descargamos mutuos pesares alguno de los dos trae rápido a cuento el axioma de aquel médico.
“Sin exceso de futuro”, decimos. Y sin remedio, hay que reírse.