Sentado en la sala Andy se pregunta qué más hacer, cuál es el próximo paso. Publicó en Facebook una foto del desastre y solicitó ayuda al presidente Miguel Díaz-Canel. Está cansado de hacer trámites que nunca llegan a ninguna parte, y ahora, mientras bebe el último café que había en la casa, espera una visita que no llega.
El cajón de la sala da a la cocina y la cocina al baño. Ventanas hacia el muro del pasillo. Los apartamentos del edificio en San Rafael 612, Centro Habana, están conectados unos con otros y tienen barbacoas de madera. En el pasillo una escalera rota hacia el piso superior. Después del derrumbe la hija y la esposa de Andy se mudaron a Matanzas y él fue guardando casi todo lo básico (computadora, cámaras, la ropa) en mochilas por ahí, con los vecinos. Aquí quedó, finalmente, un vacío.
Andy Ruiz es realizador de audiovisuales; 32 años, larga barba hípster. Vive aquí desde que nació su hija, hace siete años. Ha dormido dos horas, tiene polvo, postillas en los brazos. Mientras hablamos vigila el teléfono nerviosamente y las sombras de afuera por si aparece alguien. No es que deba venir el presidente. Pedirlo fue una forma de hacer presión sobre los funcionarios o sobre cualquiera que pueda venir a sacar escombros, amontonar bloques, a lo que sea.
El domingo 12 de enero su esposa María Isabel había ido a cuidar a una tía en el hospital Fajardo. Así que él y su hija Rafaela salieron temprano al Vedado, donde unos amigos que también tienen niñas. Fue un buen día. Hasta que a eso de las siete de la tarde, cuando María Isabel ya estaba en casa, se hundió el techo del vecino de los altos. Andy estaba saliendo del Vedado. Rafaela se quedaría a dormir con aquellas niñas.
A la casa de Carlos Rodríguez, el de los altos, se entra por la cocina, sitio oscuro con un bombillo y algunos cacharros. El hueco de la puerta da a la nada que el domingo era un cuarto. Falta el techo, faltan paredes. El suelo es el techo de Andy y también parte del de Vivian, que vive al lado de Andy.
Carlos tiene 48 años y nació aquí, donde compraron sus abuelos en 1920, cuando recién lo habían construido y todo era parte de la misma casa. La familia fue haciendo divisiones y mudándose; el tiempo fue rompiendo, sobre todo, la segunda planta. La madre de Carlos le comentó a Vivian que la habían declarado inhabitable en 1980.
Lo primero que se cayó fue el techo del segundo cuarto, en julio de 2013. El techo de madera original de 1920. Una brigada de demoliciones terminó de tumbarlo y apuntaló con vigas la cocina y el otro cuarto, hacia donde se mudaron Carlos y su madre, de 82 años. La lluvia caía sobre las losas y bajaba por las paredes de Vivian, las cuarteaba. Así, casi dos años. Luego les aprobaron un subsidio por 3 000 pesos que Carlos invirtió en 18 tejas de fibrocemento, a 105 pesos cada una, y un poco de arena. Con eso armó el cuarto: cuatro por cuatro metros donde tiene un televisor, la cama y un armario; la puerta un tablón fijo, hay que zafarlo para pasar. Es la única estructura que queda sana. Carlos vive ahí dentro desde que murió su madre, hace dos años.
El 12 de enero se desplomó el techo del primer cuarto y no partió el suelo porque lo sostuvieron los puntales. Se desprendió uno de los arquitrabes. La pared delantera, que da al pasillo, se quedó en un hilo; ondeaba con el viento.
El 559 de la calle San Miguel se ha ido cayendo a pedazos desde que Laura González era niña, y ya tiene 47 años. Según su padre este era un edificio privado, con grandes ventanales, cinco baños, patio interior, balcones y pasillos. El dueño lo rentaba. Después del triunfo, la Revolución dejó que quienes pagaban alquiler siguieran viviéndolo. Usufructo gratuito.
Laura nació en un cuarto al final de la segunda planta y se cambió a otro junto a la escalera, con vista a San Miguel, en 1999. Porque a medida que se destruía el inmueble y emigraban los vecinos, los que quedaban iban ocupando los espacios vacíos. Sus padres estuvieron en aquel cuarto hasta que, en 2012, se despeñó el alero de la azotea y se llevó la baranda. Los escombros cayeron en la cisterna. Entonces solicitaron albergue pero les respondieron que no había. Así que se fueron a la planta baja.
El 22 de mayo de 2017, sobre las 10:30 de la noche, se desplomó una parte de la azotea y rajó el segundo piso. Los vecinos dijeron que no podían estar la vida entera con el corazón en la boca, y lo sacaron todo para la calle. Ocho familias. Estuvieron tres días durmiendo ahí. Sin mucho aspaviento. Les pusieron un policía de guardia. El 25 de mayo los llevaron para Jovellar 157, antiguas oficinas de la Unión de Ferrocarriles. Baño colectivo. Sin cocina. Se inunda cuando llueve. En la Unidad de Atención a Comunidades de Tránsito les dijeron que sería por un año.
“Nos dieron la oficina del director, que tiene un baño pequeño, pero no tiene ventilación. Nos tocó ahí porque mi padre estaba en sillón de ruedas”, cuenta Laura.
Al año les dijeron que habilitarían el local como viviendas. Pero apenas pusieron el gas en una zona común. Los padres de Laura murieron en 2018 y ella, que nunca terminó de mudarse, que iba y venía todas las mañanas, siguió en el 559 de la calle San Miguel. “No quiero estar aquí, pero es que allá tampoco se puede vivir. Yo he tratado más o menos de ir arreglando, pero no se puede. Aunque uno tenga mucha fe y algo de posibilidad, no se puede”.
Da pánico caminar el pasillo. Está apuntalado y demasiado estrecho y parece que tiembla con los pasos. Abajo está el patio desatendido, lleno de hierba. Al fondo, en los cuartos abandonados, esqueletos de muebles, canaletas y cables colgando sin electricidad. Es un sitio parco, al que la luz llega desde el fondo. Salen cabillas entre un bloque y otro. Donde vivían los padres de Laura hay un basural tras la pared abierta. Polvo. Trozos de tablas por todas partes. No quedan puertas. Queda la estructura de lo que antes fue la barbacoa. Hay floreros, un buró, algún muñeco: detalles que nadie pudo llevarse al salir corriendo luego del desplome.
“Todavía se caen los pedazos. A mí me han caído al lado”, dice ella.
El derrumbe del 12 de enero removió estos cimientos, de la misma manera que los derrumbes aquí han removido los cimientos de San Rafael 612.
La pared trasera de donde nació Laura también es la pared de la cocina de Carlos.
“Esto hay que demolerlo urgentemente”, apuntó el arquitecto de la comunidad a las diez de la noche del domingo. La brigada de demoliciones llegó la mañana del lunes. Armaron el soporte de madera, al que llaman burro, en el pasillo, por la fachada, y luego apuntalaron la casa de Andy, que, según dijeron, debió haber estado apuntalada desde 2013.
Fue cuidadoso el desmantelamiento, bloque por bloque, porque los mandarriazos hacían temblar el 559.
A las 3:27 de la tarde no había techo en la casa de Carlos, la pared delantera había sido desmontada hasta poco más abajo de la mitad y la brigada, sin más equipamiento que un camión y martillos, había empezado a lanzar los desechos hacia la acera. Andy grabó el proceso con su móvil:
Demoledor: “La policía mandó a parar la obra porque no tenemos el papel del escombro”.
Jefe de brigada: “A mí nadie me va a poner una multa por hacer mi trabajo”.
Un funcionario de Demoliciones le explica a Andy que Vivienda tiene que tramitar con Tránsito un autorizo para el cierre temporal de la calle. Y otros procedimientos que nadie hizo.
El Artículo 163 de las Regulaciones Urbanísticas locales indica: “No se arrojan a la vía pública los escombros procedentes de demoliciones, en particular desde lo alto de los edificios, estos se bajan por medios mecánicos, canalizaciones u otros afines”.
“El acopio de los escombros se realiza en contenedores habilitados a tal efecto en la propia área donde se produzca la demolición y son retirados en períodos no mayores de setenta y dos horas”, continúa el 164.
Los obreros dicen que no hay petróleo para que el camión haga el recorrido hasta el vertedero, ni medios mecánicos, ni nada de eso.
Funcionario: “Lo mejor es continuar mañana. Porque son 1 600 pesos de multa. Esa no es una arteria principal, pero es complicada”.
Andy: “Y mientras tanto mi techo sufriendo”.
Funcionario: “Sí”.
Después de mil llamadas telefónicas y de la intervención de un funcionario del Partido Comunista familiar de Andy, el martes aparecieron el petróleo y los medios mecánicos.
Dice Vivian Centeno que la solución es sacar a Carlos y terminar de derribar la casa, aunque habría que derribar con ella, al menos, parte de la segunda planta del 559. Carlos tiene miedo de ir a parar a una comunidad de tránsito y morir ahí, sin ninguna esperanza. En una de las grabaciones que hizo Andy se escucha:
Vecino: “Esto [la casa de Carlos] no ha matado a uno porque vaya…”.
Funcionaria de Vivienda: “Estamos de acuerdo. Pero si él dice que no le toque ahí, yo no puedo tocarlo”.
Vivian: “Si él no tiene conciencia qué vamos a hacer, ¿esperar que alguien muera?”.
Carlos: “Yo me iba a mover hoy, pero no sabía a qué hora venía la brigada”.
Funcionaria: “Si tu casa no tiene salvación, ya Cepeda [el arquitecto] sabrá si tiene que hacerte una orden de albergue o qué tiene que hacer. Usted decide si quiere ir o no. Por eso digo: el primero que tiene que dar el paso es el propietario”.
Horas antes, Carlos Blanco, el delegado, le había advertido que el tema es complejo: “Estamos ubicando a las personas en oficinas, en lobbies, en lugares donde ni siquiera hay baño”.
Carlos cedió y dijo que sí al albergue y el delegado dijo que intentaría agilizar los trámites. Pactó una reunión en el Consejo de Administración Municipal a las 11 de la mañana del miércoles. A las 11 dijeron que a la una y a la una que nunca.
Entonces Andy puso el post en Facebook.
Hasta julio de 2019, el 40 % del patrimonio inmobiliario de Cuba se encontraba entre regular y mal estado. El déficit habitacional del país superaba las 929 000 viviendas; 185 348 de ellas en La Habana. Según Cubadebate, el nuevo Programa nacional para la recuperación del fondo habitacional pretende edificar una casa diaria durante diez años. En ese periodo, en la capital deben ser reparadas 83 878; se deben reponer 46 158; más de 43 800 para albergados y otras 11 400 por concepto de crecimiento. Más del 60 % de estas viviendas, afirma el reportaje, “deberán ser construidas por esfuerzo propio y con el desarrollo de la producción local de materiales”.
“Aquí cada cual tiene que resolver su vida como puede”, dice Carlos. Está con una faja a la cintura recuperando bloques para levantar la pared de nuevo. Mientras, Vivian intenta vender su casa –lleva años haciéndolo; Laura reza para que no se caiga otra parte de la azotea; y Andy esparce impermeabilizante en el suelo para resguardar su techo, para traer de vuelta a su familia, aunque sabe que el próximo derrumbe es cuestión de tiempo.
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