Domingo suele llamarme por mi nombre en diminutivo. “Aracelita”, dice, “mira esto”, y despliega un mapa del Caribe casi de mi tamaño donde ha señalado con lápiz unos punticos grises. Los enlazo mentalmente y me parece que los puntos forman una línea que viene por el mar desde la derecha y se va acercando a Cuba. Aún nadie sabe si Irma, el huracán de 350 km de diámetro, pasará por Santiago, pero Domingo pronostica, mide, según sus propios instrumentos.
A casa llegan su hijastro y un amigo con un rollo de alambre para asegurar el techo. La esposa pregunta si en el tallercito hay alguna tijera para cortar la fibra metálica, y Domingo mira por encima del hombro, sin quitar el dedo del norte de Haití donde ha ubicado uno de sus puntos, dice que no tiene nada con que picar eso y continúa la explicación sobre el mapa gastado en la marca de los pliegues.
Por primera vez en meses, me habla de un huracán que no es Sandy. Vengo a esta casa desde que Domingo tenía pelo negro y trabajaba como barman en el Hotel Santiago. Lo he visto encanecer, volverse enjuto, y de saludarme con frases cortas e irse a la cocina, pasó un día a largas disertaciones sobre lo que vio, olió, tocó, respiró la noche en que años atrás pasó el huracán Sandy.
Al principio, el cuadro de esa tarde-noche que intentaba describirme era una imagen borrosa, confusa, pero con cada visita Domingo ha ido añadiendo detalles, pinceladas.
Hace un tiempo me dijo: “Estoy adelantadísimo, ya estoy amaneciendo”, como si no viviera en su día de 24 horas, sino en el tiempo ralentizado del relato que escribe. En su mundo está amaneciendo el día después de que pasara Sandy.
Era medio flaco y tímido cuando regresó de Angola en 1980. En el servicio militar le habían hecho un test psicométrico y le habían dicho “eres explorador”, lo cual tradujo, sin muchas lecturas ni consultas, en “ser los ojos del resto del grupo”, observar mientras los demás están en la trinchera, por si viene el “enemigo”. Observó, sí, enormes campos de yerba, las vacas pastando, gente que corría de un lado a otro. No le inspiró demasiado, y en pocos meses, con suerte, lo ubicaron en una torre a calcular trayectorias de aviones ocasionales, a escribir datos en una plancheta de acrílico y a que lo llamaran planchetista.
En Angola, sobre todo la exploración cobró sentido, como cuando uno aprende un idioma y visita el país donde se habla, y las palabras adquieren contornos, temperatura, color, estados de ánimo. Y a la par de la premura por escribir los datos que cantaba el radar, los azimuts, las distancias, por hallar el rumbo, la velocidad y la altura de un avión que podía soltarle un proyectil encima, descubrió la utilidad de saber espiar el terreno, percibir el movimiento más ligero, atisbar el sonido más leve, un mundo de sutilezas que no había comprendido antes.
Regresó. Ya estaba casado y tenía una niña de tres años. Volvió a su trabajo de entonces: era albañil. Y buscó los manuales de exploración que debió leer hacía tiempo.
“Entonces cogí la obsesión esa, mientras más observaba, más quería observar”.
Cada vez que lo movilizaban en alguna unidad militar –lo cual fue muy frecuente en los ochenta–, además de escudriñar en el terreno, intentó predecir. Se dio cuenta de que la exploración consistía en estar siempre un paso adelante de sus compañeros, avisar, y en el mejor de los casos predecir, por ejemplo, la lluvia, que es de las pocas contingencias que puede encontrar un pelotón en un ejercicio rutinario en tiempos de paz, y que es medianamente predecible.
Fue en esa época cuando empezó a distinguir cómo eran las nubes que antecedían a la lluvia: a la que dura unos minutos, a la que no cesa en horas o a la que no cae. Aprendió a reconocer esa densidad en el aire y en su cuerpo que identificó como humedad.
“La tarde antes de Sandy, cuando el sol aún alumbraba, las nubes se ponían rojitas, azulitas, otras grises, incluso una misma nube podía tener varios colores. Lo más importante de esto era que no se producían cúmulos de nubes como es normal para esa hora y esa fecha. Para la exploración era un día bueno por un lado y malo por otro, porque las nubes podían ocultar un avión, pero también si el avión no entraba a la nube podías verlo venir a 30 kilómetros sin necesidad de un aparato”.
Era una tarde fresca, húmeda, y por las nubes que se movían detrás, tuvo la sensación de que las montañas y los edificios se corrían de lugar.
Entre la paz y la más cruenta guerra, hay quizá la misma distancia que entre un día soleado y un ciclón. El mismo salto brusco, la misma necesidad imperiosa de aguzar los sentidos y salvarse.
Desde que se jubiló, Domingo pasa el tiempo entre su cuarto y el tallercito que está en la segunda planta. Hace unos años descubrió que podía hacer juguetes de madera y que se vendían bien: camioncitos con volquete, juegos de cuarto como de una casa de muñecas.
Los camiones tienen alrededor de 40 piezas y él las va picando según las plantillas que ya ha cortado hace tiempo. Después las ensambla y arma el juguete.
“Hace un tiempo empecé a hacer esos carritos de madera como los de mi niñez y tuvieron tremenda demanda porque tú le das un carrito de esos a un niño y el muchacho bota el juguete electrónico. También es más duradero”.
En su taller fabrica también las diminutas circunferencias de acrílico del tamaño de los ciclones que han pasado después de Sandy, según las escalas de su mapa. Así, pone una sobre otra y puede saber cuánto más grande o cuánto más pequeño fue uno respecto a otro.
“Desde que empecé la exploración yo construía mis propios instrumentos, o sea, yo los diseñaba y después el jefe por supuesto tenía que aprobarlos”.
Hace unos años construyó una regla.
No es una regla común, es de acrílico transparente y en su base tiene una escala de distancia en kilómetros y tiempo en horas y en la derecha una de velocidades. Los puntos de abajo y la derecha coinciden a lo largo y ancho de la regla, y forman otros puntos, y es relativamente sencillo determinar –sin necesidad de convertir los milímetros en el mapa a kilómetros de la vida real y luego aplicar fórmulas, cálculos, solo con las coordenadas del huracán y su velocidad– cuánto tiempo tardará ese huracán en llegar a otra coordenada, o qué distancia recorrerá en 6 horas, por ejemplo. Solo hay que familiarizarse con la regla.
“A mí se me ocurre eso porque antes cuando no había satélite, Rubiera salía por la televisión así con su mapita ahí, y Fidel le preguntaba: ‘Y a qué hora debe pasar por aquí, y cuánto tarda en llegar hasta este otro lugar’. Rubiera se preparaba para algunas coordenadas, pero Fidel preguntaba mucho, y Rubiera tartamudeaba, medía con la mano, y yo me dije: ‘¿Y no existe un instrumento que pueda dar esos números con precisión y más rápido?’”.
Quizá Domingo se imaginó llegando sin aliento hasta el estudio de televisión y haciéndole llegar la regla a Rubiera, quien finalmente saldría del aprieto y podría terminar la emisión un poco más aliviado.
“Cuando hice la primera voy a meteorología a conversar allí con los meteorólogos para que me den el visto bueno, yo llevo la regla, y me salieron tres meteorólogos jóvenes, ellos no me dejaron ni siquiera terminar de hacer la explicación, enseguida captaron cómo funcionaba la regla”.
Abrieron una puerta y frente a Domingo se desplegó un salón lleno de computadoras, dedos tecleando, sonidos electrónicos, pantallas luminosas, gente que pasaba y lo miraba de reojo. Domingo frente a una luz que lo encandiló.
“‘Es que esos datos ya los da el radar’, me decían, y me enseñaron las pistas del satélite que aún no había visto en la televisión…”.
“La digitalización”, le dijeron… Domingo se fue solo a tomar cerveza a un bar.
“Y estando allí se me aclaró la mente, y me dije: ‘¡Voy a ir al Gobierno municipal!’”.
En efecto, fue al día siguiente, y preguntó por “la persona que atiende huracanes, desastres y ese tipo de cosas”, y le presentaron a un hombre que lo llevó a una oficina. Lo que más le gustó a Domingo es que en esa oficina no había computadoras. Conversaron, Domingo le explicó, el hombre pareció interesado. Abrió un mapa y Domingo hizo demostraciones. El hombre lo llevó a otros departamentos, lo presentó y al final, de vuelta en su oficina, le preguntó:
—Bueno, y qué puedo hacer yo para adquirir una regla como esa.
—Mire, esta es para usted.
Y le regaló la regla, en un acto que bien Domingo hubiera querido fotografiar. El momento en que hace entrega de su invento a una persona que lo cree útil.
Iba a empezar la temporada ciclónica y el hombre lo invitó a algunas reuniones, pero Domingo no fue, tenía trabajo en el Hotel Santiago, años noventa, la propina, no podía faltar. No volvieron a llamarlo ni él regresó. Confeccionó dos reglas más, una para él y otra para el Sector Militar, y cada vez que anunciaban un ciclón se iba con un motorcito que tenía en esa época y actualizaba la plancheta de la unidad y la suya en casa.
“Un día llego y el jefe de Sector me felicita, me dice que el huracán había entrado justamente por el lugar que yo había puesto, había una diferencia como de 20 kilómetros entre mi pronóstico y el del Instituto de Meteorología”.
La noche en que pasó Sandy ya Domingo había dejado de perseguir huracanes. Después de la visita a los meteorólogos y al hombre del Gobierno, estuvo dos o tres años más, pero en una temporada apenas pasaron ciclones; luego lo jubilaron de sus actividades como reservista en la unidad militar por problemas en la cervical, y un día necesitó el acrílico de la plancheta para otra cosa y lo desmontó todo.
Esa noche de Sandy se acordó de la regla como a las 3 de la mañana.
Al día siguiente comenzó por averiguar hacia qué dirección habían caído los árboles en distintos puntos de la provincia, si con las copas hacia el mar o en sentido contrario, para determinar la dirección de los vientos en esas zonas. Y ahí empezó la disección de Sandy. Desempolvó una plantilla de la vieja regla. Hizo los primeros gráficos. Escribió las primeras notas de su testimonio y desde entonces le ha seguido el rumbo a cada meteoro que ha asomado la cabeza en el Caribe.
Hay cosas que puede afirmar, como que Irma, Mathew y Sandy coincidieron en un punto de sus trayectorias. Que Irma es 7,2 veces más grande que Sandy. Que los huracanes, si uno pudiera verlos desde lejos, se verían como pesetas, porque son “patatones”, mucho más anchos que altos. Que el secreto para diferenciar desde dentro los ciclones de las vaguadas, de las tormentas locales, radica en cómo va cambiando la dirección de los vientos. Que le gusta más determinar la trayectoria de un huracán que la de un avión, porque es más estable.
Quiere hacer ahora su propio medidor de la dirección del viento. Una veleta como la de los molinos que baje por un tubo y en su movimiento vaya marcando sobre una circunferencia que ya tenga los puntos cardinales. Un poco rústico, él mismo reconoce, pero no confía en nada a lo que no pueda verle el mecanismo, o al menos, entenderlo.
Domingo ya terminó de escribir su testimonio. Lo ha hecho a mano, porque aun cuando tiene laptop en casa, cree no saber cómo usarla.
***
“El azul ese intenso se fue poniendo oscuro, quizá porque el sol ya no tenía la suficiente fuerza para alumbrar la profundidad, parecía que estaba oscureciendo pero todavía el sol se veía en el mismo lugar, eso fue lo más impresionante; la gente estaba como si no fuera a pasar nada, hasta que empezó a soplar”.
Domingo miró la noche por la ventana con el sigilo de un prófugo desde el escondite. Al frente y a la derecha encontró el lomo inclinado y las pencas erizadas de una mata de coco, y creyó leer en ellas que los vientos llegaban del este sureste. Ahora, después de muchos años sintiéndolos de lejos, estaba dentro del monstruo y podía verle las vísceras, sentirlas moverse. Lo mismo que cuando fue a la guerra. Una bola de viento lo hizo cerrar las persianas de golpe y retroceder hasta uno de los balances de la sala, arrellanarse, cerrar los ojos, afinar los sentidos, como quien se acomoda para escuchar una sinfonía.