En la demarcación de Jamal, a diez kilómetros al sureste de la ciudad de Baracoa, el viento huracanado de Matthew barrió las montañas, arrancó de cuajo los cocoteros y torció a ras de tierra las plantaciones de cacao. En Altos de Jamal, donde las casas siempre habían parecido desprotegidas, Matthew no solo levantó los techos, también derrumbó las paredes y las estructuras metálicas que sostenían las casas.
Pueblo adentro, el viento se arremolinó sobre los discretos edificios. Salvo las iglesias, algunas instituciones estatales y unas pocas viviendas particulares muy sólidas, Matthew torció a su antojo todo lo demás.
El viento se llevó los postes del tendido eléctrico, los techos, las paredes, los cables y los árboles. En la mayoría de las casas el viento se llevó la tranquilidad, las tejas de barro y las planchas de zinc. Cuando tuvo paso libre al interior de las habitaciones, desperdigó las pertenencias de la gente. Lo que no estaba bien protegido, lo que no estaba bien atado, se perdió bajo el cielo lúgubre de Jamal. Y luego, cuando el viento levantó las cubiertas o colapsó las viviendas, la lluvia comenzó a mojar las ropas, echó a perder para siempre los colchones, los armarios y los equipos electrodomésticos.
Entre las cuatro y las cinco de la tarde del martes 4 de octubre, Ofelia Delfina Moros y Bárbara Leiva Calderín entornaron las persianas de la Iglesia Evangélica del Nazareno de Jamal, donde habían ido a protegerse del viento huracanado de Matthew. Las primeras rachas comenzaban a mover peligrosamente la copa de los árboles y los techos más frágiles. Pero ni Ofelia ni Bárbara habían padecido jamás la furia de un huracán con categoría 4 en la escala de Saffir-Simpson. No se imaginaban que, antes de que cayera la noche, verían cómo el viento levantaba la primera teja de zinc de sus hogares. Ni que, a la altura de la calma, habrían perdido casi todo.
De sopetón, a la vista de sus casas abatidas, ambas mujeres padecieron un ataque nervioso, como si hubieran caído en la más grave intemperie emocional. Una doctora vino y tomó la presión de Bárbara, desconsolada. Tratando de reponerse, Ofelia se acercó más a su hijo Iroldis, un niño con síndrome de Down que seguía jugando cuando prendieron las primeras velas.
Esperaron sin dormir a que amaneciera. Y salieron a buscar lo que el viento se llevó.
—¿Ustedes nunca habían vivido un desastre como este?
—Nunca –respondió Ofelia–. Desde que yo nací mi mamá nos contaba que había pasado el Hilda [1955] y que había pasado el Flora [1963]. Primero uno y después el otro. Y que habían dejao un desastre así como este.
—Esto nadie se lo esperaba…
—Nadie. Ahora, a veces, yo me quedo así pensando y me digo, ¿qué voy a hacer…? ¿Tú sabes por qué yo permanezco de día aquí [en las ruinas de la casa]?
—No.
—Porque me pueden llevar lo poco que me quedó. Si se llevaron las tejas cuando yo estaba ahí afuera [en la iglesia], imagínate qué se llevarán cuando una no está.
Ofelia no me pregunta a mí, aunque yo responda. Ofelia lanza interrogantes retóricas al aire. Y yo, en realidad, no imagino qué más podría llevarse un ladrón humano. Ya Matthew se lo llevó todo. Y lo que no se llevó, lo mojó, lo desarmó, lo partió.
—El techo no resistió… –dije en medio de la intemperie.
—No. La casa se cayó por el mal trabajo que hicieron. Esta casa es nueva, tiene un año y pico de estar hecha. Tuve que ir varias veces al Poder Popular para que me la hicieran, mal hecha.
—¿Y podría haber resistido? Fue un huracán categoría cuatro…
—¡Es una casa nueva! Tiene un año y pico. ¿Usted cree que con un año y pico la casa no podía resistir?
—Claro. Debía.
—Tenía que resistir.
A Ofelia el huracán Ike le derrumbó su anterior vivienda. Damnificada por un ciclón, con un hijo síndrome de Down, el Gobierno le entregó una nueva casa, hace más de un año. Pero Matthew no estaba en los planes. Y vino aprovechándose de las grietas, de las vigas mal puestas, del trabajo inacabado.
Matthew tumbó la segunda casa de Ofelia y tumbó la segunda casa de Bárbara. Bárbara vivía en Yumurí [Baracoa] hasta que las olas impulsadas por Ike (2008) le barrieron su hogar. De la cueva donde se evacuó salió a una casa temporal. Y de la casa temporal salió a una casa definitiva que no llegó a ser definitiva, casi un par de años después.
—El primer viaje, el ciclón [Ike] me la llevó. Me llevó la primera casa –rememora Bárbara–. Y ahora fue el segundo viaje. Parece que se metió el remolino y acabó. Ay, mijo, yo quisiera que pasara por aquí Raúl, o Expósito, el de Santiago…
—¿Para qué?
—Para decirles.
—¿Para decirles qué?
—Que esta Revolución es grandísima y buena y buena, pero que los malos somos nosotros mismos, somos los que estamos dirigiendo en la base. Nosotros somos los que estamos haciendo las cosas mal. Porque hay inversionistas, hay un director de una empresa que pueden venir y decirles a los constructores: “La calidad de esa casa no sirve y te demando y te quito y te descuento”. Esto lo hicieron en un mes o en menos de un mes.
—¿Tan rápido?
—Sí. Y ahora se cayó.
***
Cuando amaneció el 5 de octubre, la gente no solo vio que había perdido parcial o totalmente su casa. La gente también miró al paisaje que está detrás de sus casas y vio que las montañas de Jamal habían sido desvestidas por el viento. De las 97 caballerías plantadas de coco y las 127 caballerías sembradas de cacao (que existían en Jamal según la enciclopedia cubana Ecured), nadie puede decir ahora cuánto quedó. Los trabajadores agrícolas del pueblo se aventuran a sugerir que hará falta una década para que pueda recuperarse la zafra del cacao y el coco. Ellos saben que un huracán en Jamal azota la producción de chocolate en todo el país. Y saben, mejor aún, que un huracán que azota las plantaciones de cacao de Jamal también azota las posibilidades de empleo.
—Yo creo que nosotros los jóvenes vamos a tener que irnos pa’ Occidente a trabajar. Estoy pensando eso… –dijo un hombre menos joven de lo que él mismo creía.
—Le vamos a dar una finca con marabú allá –bromeó otro sentado en un banco cercano, en el parque.
—Yo paʼllá no voy a cortar marabú –advirtió el primero, casi molesto.
No solo las plantas de cacao fueron barridas por Matthew. El viento también destrozó el techo de la planta de beneficio de café y cacao de Jamal. Y derribó los árboles que daban sombra a los cacahuales. Ahora las plantas de cacao tienen que resucitar a ras de suelo bajo otros árboles que están por crecer.
Mientras tanto, la gente del pueblo se interroga. Lanzan preguntas retóricas a sí mismos, a los otros. Y también se responden, retóricamente.
—¿Qué harán los que viven en la cooperativa? –preguntó otro hombre en el parque–. A esa gente le pagan el salario por lo que vendan. Y el ciclón tumbó el coco, tumbó el cacao y tumbó todo el cambute, todo. Yo no sé qué le irán a pagar a esa gente.
***
Rafaela Matos Marzo vive en La Sidra, a dos kilómetros escasos de Jamal. Primero hay que llegar a La Alegría y subir río arriba, dejando atrás a la gente que lava en los cauces desbordados por Matthew. Sobre las piedras de los lechos las mujeres (sobre todo las mujeres, pero no únicamente) lavan, restriegan, “deschurran” con una paleta y enjuagan la ropa. Después la tienden a orillas de los ríos, en lechos arenosos y secos.
A sus 75 años, con la vista demasiado nublada, Rafaela no puede salir al río. Una hija vino de San Luis a lavarle. Un hijo vino de La Habana, después del huracán, y le techó la casa con un nailon negro y unas pencas de coco. El ciclón le dejó cuatro paredes, y dentro de las cuatro paredes, una pila de basura húmeda que antes había sido su armario. Todo lo demás se fue con el viento o se desintegró en la lluvia.
Rafaela y su esposo nonagenario se evacuaron en una casa vecina, igual que otras 25 familias. Y cuando el ciclón amenazó con derribar la vivienda, ella entonó lo más alto posible los aleluyas, los padrenuestros y los avemaría. “Gloria a Dios que nos salvó”, dice.
En La Sidra, el pastor de la comunidad acompañó con oraciones a Rafaela y al resto de los evacuados. Cuando una racha violenta desprendió la ventana de la vivienda donde aguardaban todos, cinco hombres bloquearon la entrada del viento con un colchón que terminó, a la postre, deshecho. Pero así el huracán no penetró en la casa ni implosionó el techo. Nadie murió. Mientras se elevaban cantos y oraciones nerviosas guiadas por el pastor, afuera el viento iba desintegrando, poco a poco, la casa de culto.
—Yo se lo advertí a Eliseo, mi marido –volvió Rafaela–: “Oye, aquí va a haber un ciclón que no va a tener compasión con nadie”. A mí me presentaron todo lo que iba a suceder en revelación, y así mismo ha sido.
—¿Cómo usted lo sabía? –traté de indagar, curioso.
—Dios revela las cosas, mijito –se adelantó a explicar su hija.
Rafaela cree que el 4 de octubre alrededor de las seis de la tarde “el Diablo” penetró en Cuba cerca de Punta Caleta. Y que estuvo sobre Jamal, y que se posó sobre el municipio de Baracoa hasta las dos de la madrugada.
—Yo sabía que esto venía, por revelación –reafirmó la anciana–. Y yo le dije a mi hijo: “Ponte pa’ las cosas, que esto no es nada bueno. Esto va a ser algo grande en la vida. Esto va a ser un fenómeno criminal”. ¿Ustedes lo vieron bien retratado?
—Sí –respondimos a coro la hija y yo–. Retratado por el satélite…
—¿Lo vieron? ¿Le vieron su cara? ¿Le vieron la boca, los ojos?
—¿A quién? ¿A quién tú le viste la boca y los ojos? –preguntó la hija, alarmada a estas alturas.
—A Matthew. Parecía el diablo metío en la tierra. El demonio.