En la sala de observación del Hospital Freyre de Andrade, en Centro Habana, es obligatorio ponerse los pijamas que traen de la lavandería. La encargada del salón le ofreció a mi madre unos pantalones de unas cuatro tallas más grandes y con una mancha carmelita de sangre que ocupaba toda la zona del vientre. Intenté persuadirla para que buscara otros en mejores condiciones, pero a modo de respuesta me alargó un par de sábanas igualmente manchadas y percudidas para que tendiera la cama. Me di cuenta de que no tendría mucho sentido seguir protestando. En este tipo de situaciones, mientras menos reclame el acompañante, mejor para el paciente.
Al hospital habíamos llegado sobre las 7:00 pm de un sábado, a finales de junio, luego de haber pasado en un policlínico cerca de seis horas esperando una ambulancia. A mi madre le habían dado unos mareos, sudoraciones y vómitos repentinos, que casi la llevan a una intervención quirúrgica de emergencia. El cirujano de guardia que la atendió en Urgencias valoró la posibilidad de que la vesícula estuviera funcionando mal debido a una infección y determinó que lo más prudente era ingresarla. Así, comenzó una noche que estuvo marcada por la escasez.
En el hospital había agua, pero no en nuestra sala. Los casos graves sobrepasaban la capacidad de camas y hubo que improvisar una Unidad de Cuidados Intensivos, en la que se mezclaban los enfermos que dejaban bajo observación con los que necesitaban atención especializada. Era una zona de aislamiento, con herrajes y tuberías inservibles. En el baño de los pacientes no funcionaban ni la llave de la ducha, ni la del lavamanos. En el de los enfermeros, tampoco había agua. Ambos acumulaban bultos de ropa sucia de hospital y cuñas usadas.
El olor penetrante de la creolina que se usa para limpiar apenas disimulaba el hedor del baño y de las evacuaciones de un paciente que acababa de fallecer. A pesar de los reclamos de los enfermeros, la encargada de la limpieza inventaba excusas para postergar la higienización del difunto. Conversaba animadamente por teléfono, minutos, decenas de minutos, casi una hora. Los familiares esperaban afuera. Después de colgar, se dirigió al cuerpo sin vida, lo examinó brevementeremovió los aparatos de respiración artificial a los que estaba conectado, retiró las sábanas embarradas, y aseó al hombre con un paño seco.
El cubo plástico de la sala estaba colocado debajo de la consola del aire acondicionado, recogiendo las gotas de la condensación que iban cayendo con sonido monótono. Lo que se pudo acumular durante la noche, alcanzó para descargar una sola vez el inodoro. Temprano en la mañana, con el pequeño charco que formaron las gotas que no cayeron en el cubo, la auxiliar de limpieza humedeció la colcha y trapeó exclusivamente el pasillo que dejaban las dos hileras de camas. En ese momento, un médico vino a traernos el alta. Los resultados de los análisis ya no se mostraban tan alterados. Mi madre, finalmente, no necesitaría someterse a una cirugía, solo a una dieta muy estricta.
Nos fuimos de inmediato, casi en puntillas, evitando estropear la primera y quizás la única limpieza del domingo.