Marilín no suponía que un paso hacia el desarrollo podía ser, también, un paso hacia la sequía. Después de 50 años estaba empeñada en salir de Guaracabuya, en mudarse a otra parte mejor conectada con el resto del mundo, algún lugar donde existieran los teléfonos públicos y un punto de venta en CUC. No era mucho pedir si uno sabía que Placetas, la ciudad cabecera del municipio, distaba 14 kilómetros al noreste.
La provocación del camino frente a su puerta la puso contra la pared. Marilín estaba decidida a comprar otra casa en la ciudad valiéndose de la venta de su propio hogar en Guaracabuya. Sin ahorros, sin la esperanza de ahorros, estaba a punto de cambiar sus cuatro paredes en Guaracabuya por algún tugurio en la zona más baja de Placetas.
Con su desesperación por “adelantar” no le importaba tener que plantarse a orillas de una cañada que atravesaba la ciudad y suplía el alcantarillado. La advertencia de la peste o las aguas albañales desbordadas durante la época de lluvias no la abatían, porque Marilín, en Guaracabuya, jamás había despertado con las aguas albañales en el cuarto, en la sala, en la cocina. No tenía la idea exacta del desastre; ni había salido nunca de su casa a las tres de la madrugada, dejando para siempre el colchón, las sillas y el escaparate debajo del curso desmedido de las aguas sucias.
“Por su cuenta Dios me recordó”, dice ella, “porque yo no creo ni en salandrajos chinos”. Y Dios le puso en el camino el banco, y al final del camino un crédito. Los créditos que otorga el banco cubano deben usarse, en teoría, para adquirir materiales de la construcción, pero mucha gente invierte el dinero en equipos electrodomésticos: un refrigerador, un aire acondicionado, un televisor… Marilín se compró una casa. Sumó 20 mil pesos de su crédito a los poco más de 20 mil pesos de la venta de su casa. Se fue a vivir, gracias a Dios o a los salandrajos chinos, a la mínima distancia aconsejable de la cañada.
Marilín alcanzó una ciudad atravesada por la Carretera Central, entre Sancti Spíritus y Santa Clara. Ahora puede servirse de las tiendas recaudadoras de divisa, puede recurrir a comercios que naturalmente facilitan su vida, y puede llamar a su familia de Guaracabuya en un teléfono público a media cuadra de su casa. Pero no tiene agua corriente en la cocina. Marilín no puede abrir ninguna llave en ninguna parte, aunque ahora viva en la ciudad.
Una vez al día se sienta a esperar un suspiro de agua que llega, si hay suerte, a la tubería de la vecina. Tantas divisiones, tantos inventos de los antiguos dueños para vender ora un par de habitaciones, ora dos más, dejó su casa desconectada del acueducto. Cuando el agua comienza a gotear impulsada por una fuerza de gravedad demasiado discreta, Marilín no tiene más remedio que entrar a otra casa del barrio, esperar la anuencia, y llenar sus vasijas. Hasta el otro día. Si viene el agua.
Ayer, a la hora en que el acueducto debía bombear, Marilín estaba sentada en su portal, esperando.
—En Guaracabuya me podían faltar mil comodidades, pero siempre me sobró el agua. Figúrate que mi pozo no llegó a secarse nunca… –se lamentó con la vecina.
—Pero aquí tienes otras ventajas, hija –le consoló aquella.
—Nunca tuve ducha, ni siquiera turbina, pero iba al pozo y sacaba un cubo de agua cuando quería… Y aquí una no puede ni abrir un hueco en el patio porque se contamina –siguió ella, sin llegar a nombrar ninguna de las ventajas que habían mejorado su vida.
En realidad ahora no puede pensar en nada más: Marilín tiene que pagarle 20 mil pesos al banco en los siguientes 15 años.
—¡Agua! –gritó de pronto alguien en la esquina.
Y ella salió a comprobar la veracidad del grito.
* Marilín no es Marilín, por supuesto. Hemos preferido proteger su identidad.
** La protagonista de la crónica usa a menudo la frase “salandrajo chino”. Todo parece indicar que “salandrajo” es la corrupción de “calandrajo”: suposición, comentario, invención, según el DRAE. Por lo visto, esa expresión significa lo mismo que otra bastante común en las zonas rurales de Cuba: “cuento chino”.
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