Había, antes del acueducto, una calle llamada Oro y una calle llamada Plata. Un hotel: Los Andes, y algún comercio nombrado El Progreso. Había sin haber.
A San Antonio de Las Vueltas solo su nombre parece quedarle. Al pueblo lo armaron con retazos de un universo (o un anhelo) remoto. Y de esa forma hubo Casablanca, Cine Niza, el reloj de la plaza comprado en el Madrid de 1909, que suena un minuto antes y uno después (nunca en punto) porque así fue diseñado originalmente. Horrorosa exactitud de la deshora.
En 2006 parecía Vueltas la estampa de alguna sacudida tectónica. Las labores de la Empresa Municipal de Acueducto echaban a andar. La red abarcaba el mapa circular del pueblo. Lo dejé por última vez envuelto en una nube de polvo marrón. El escenario noventero de mi infancia estaba mutando. Vueltas comenzaba a parecerse a su nombre anterior: Hornos. Llegaba, desde su ruta metálica, el agua.
Llegaba mientras me iba.
El paisaje de mi infancia en Vueltas es seco. Hubo pueblo, para mí, antes del acueducto. De vernos las caras, hoy, no nos reconoceríamos. Los pueblos al interior de la Isla son la pausa dentro de la pausa nacional. Si para 2006 se amplió la red hidráulica, el mundo (remoto y anhelado) ya tendría nuevas carencias. Actualizadas.
La escasez en Cuba implica una pena doble: pobreza y caducidad. Cuando la inflación en Europa reduce en algún shopping mall la variedad de botellas de agua, hay crisis: escasez. En Cuba canjearíamos toda la holgura nacional por esa clase de carencias modernas.
Y en medio del rezago civilizatorio mis primas y yo aprovechábamos los aguaceros para lavarnos el pelo larguísimo. Abuela nos alcanzaba pedazos de jabón, y el baño entonces era completo, antes de que se despejara el cielo. Las canaletas del techo hacían chorreras compactas que desbordaban los tanques. Con el agua-lluvia lavábamos la ropa y la casa, descargábamos el inodoro, y algo quedaba para las begonias (ellas, el verdadero milagro de la precariedad). A veces no llovía y la postal se hacía triste.
Abuela picó el piso de la sala para localizar la red de arterias que latía profundo. Alguna tubería saludable del antiguo acueducto, el de la zona norte, ese que nos inundaba de polvo, que se resistía a subir sus aguas cobardes. Mi padre instaló un artefacto con poleas y ruedas giratorias que antropólogos, en eras posteriores, cotizarán en una cifra proporcional a su valor de uso. Aquello funcionó un par de años sorbiendo el vacío y el agua y el vacío, en escandalosa secuencia. La sala de la casa era tan doméstica como un almacén de Recursos Hidráulicos. Mis memorias más íntimas tienen la estética troceada de esa sala. La miro y pienso inevitablemente en Le Corbusier y su machine à habiter donde la casa es templo, donde la arquitectura es un desprendimiento del hombre, este la modela desde sus esencias, desde sus modos propios de lo bello. En Cuba ni siquiera alcanzamos a amasar el barro. A nadie se le ocurre sentarse a entender esas lógicas, sería demasiado cruel. En esa sala fui feliz, y es toda la lección.
San Antonio de Las Vueltas tenía esa aspereza de pueblo seco. El polvo se adhería a los ánimos como un contagio. La tarde pesaba más allí, sobre todo si caminábamos dos cuadras con los galones de la casa. El agua de tomar llevaba aquel gusto dulzón que no recuerdo, aunque me esfuerce, y lo agradezco. Había un pozo de bomba en la esquina del barrio, la esquina que todos llamaban El Combate.
Hay agua en Vueltas. Yo me sobrecojo. ¿Cuánto de ese universo (remoto y anhelado) nos perdemos si se nos concedió el agua?