Carmen Rosa Hechevarría hizo lo de siempre aquella mañana. Aunque siendo estrictos habría que sumar a su rutina la chiva recién parida que no quería amamantar. A las seis le preparó el café a José Arcadio Rodríguez, que saldría para la finca con el primer claro, y calentó un poco de leche. Separó el vaso de José Ángel, el mayor de sus hijos, y repartió el resto en biberones de cristal para los demás chiquillos. Enma Rosa, Panchito y Silvio dormían cuando le puso la tetera al último de los pomos y salió al patio. Ahí sintió el primer dolor, esa penita subiendo por el bajo vientre que pasó luego de quince segundos. Se recostó a una puerta de hierro que daba al potrero, se echó un poco de leche en la mano para chequear que no estuviera tan caliente y buscó al primer chivito. El animal se movía que daba gusto. “Este va a vivir”, pensó Carmen Rosa; faltaba el otro.
El dolor regresó, esta vez más intenso, y Carmen Rosa creyó que se moría allí mismo. Llamó a José Arcadio, pero el marido no la escuchó. Él nunca escuchaba nada. Se arrastró hasta la casa y el hombre pegó un grito de muerte cuando vio a su mujer tirada en el piso. Carmen Rosa sabía qué hacer. Le gritó que calentara agua rápido, que llamara a la comadrona, que buscara un poco de trapos, que Haydée iba a nacer allí mismo porque no daba tiempo de llegar hasta el hospital.
En 1954, Carmen Rosa y José Arcadio vivían a más de dos horas en mulo del hospital más cercano, ubicado en el municipio de Songo.
La historia me la cuenta Haydée Rodríguez, 61 años después, en el mismo cuartón de chivos donde su madre sintió los primeros dolores. “Solo dos hermanos míos nacerían en el hospital”, dice, “aquí en la casa nacieron seis”.
Cuando llegó el proyecto, Haydée estaba a punto de irse de Jutinicú. “Yo tengo una sola hija, que es profesora y vive en La Maya. Entonces yo le pedí que preparara condiciones para irme con ella”. Ignacio, el hermano que vive en Santiago de Cuba, le decía que mirara el comején, que hiciera la casa de mampostería, que aprovechara el proyecto que eso no se veía todos los días. Y así lo hizo. Levantó su casa en Jutinicú, a tres kilómetros del mismo pueblo y a diez de Songo. A veces, la gente le pregunta por qué hizo una casa ahí y Haydée responde:
—Qué yo voy a buscar, manita, en el pueblecito, si allí la mitad de la gente está con los brazos cruzados porque no se puede criar.
Junto a su hermano José Ángel, Haydée mantiene una de las tres microvaquerías de Jutinicú. Hoy tienen 50 cabezas de ganado –entre toros, vacas y terneros–, 70 chivos y carneros, y un poco de gallinas.
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En 2011, la Asociación Nacional de Agricultores Pequeños (ANAP) cubana firmó un acuerdo con varias contrapartes españolas, entre ellas la Asociación de Pueblos Solidarios, con sede en Valencia, y la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID), donde estas últimas destinaban medio millón de euros –594.156 exactamente– para mejorar la infraestructura socio-productiva del Consejo Popular Jutinicú.
Según la ficha de descripción del proyecto:
“Se plantean una serie de acciones que van encaminadas a asegurar la soberanía alimentaria, mejorar la infraestructura comunitaria, generar empleos y elevar la participación comunitaria con equidad de género y el protagonismo de la mujer campesina en el desarrollo local.
“Para el logro de este objetivo se implementó un cronograma de actividades que incluye acciones encaminadas a mejorar el autoabastecimiento alimentario y la calidad de vida de los habitantes; se propone crear una instalación para la ceba de pollos y producción de huevos, continuar mejorando las instalaciones de la Cooperativa de Créditos y Servicios Manuel Guardia, el sistema eléctrico en la zona, ampliar las áreas bajo riego con el uso de la electricidad, instalar una casa para la producción de posturas así como mejorar otras instalaciones de la comunidad como la escuela primaria, el parque infantil, las casas de los médicos de la familia, el mercado comunitario, la distribución de agua a la comunidad, la cafetería donde muchos ancianos y pobladores acuden a merendar y 43 viviendas de campesinos y pobladores del Consejo Popular”.
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José Ángel tiene 69 años. Menos los tres años del servicio militar, en los que fue mecánico, el resto de su vida ha sido campesino en Jutinicú. Hubiera podido regresar a Camagüey a trabajar de nuevo con el Ejército y cambiar el campo por el taller; pero José Arcadio le pidió que se quedara. Tal vez porque presentía que dos años después, el 18 de mayo de 1975, le daría un infarto y era deber del hijo mayor cuidar de una familia de ocho hermanos, a su esposa y su hija recién nacida y a Carmen Rosa, que para entonces ya era diabética.
Cuando llegó el proyecto a Jutinicú lo fueron a buscar de primero, “porque es medio popular aquí”, y le dieron recursos para construir una de las microvaquerías y el cebadero de pollos. Hizo, además, una casa de ordeño y otra para los chivos. La finca de José Ángel queda como a dos o tres kilómetros de su casa. Ordeña manualmente doce vacas al día, pero dentro de poco serán más, “porque están al parir unas cuantas”.
—Antes del proyecto no teníamos casas, mija, teníamos ranchitos –dice José Ángel.
Después de Sandy ya no tuvo nada.
El ciclón lo pasó debajo de una mesa, desde donde sentía el viento levantando una a una las tejas de fibrocemento del techo, y luego las paredes de madera desencajándose. La finca la vio tres meses más tarde, porque con las lluvias de Sandy, la pierna que tenía recién operada le empeoró y tuvo que volver al hospital primero, y a la cama de reposo después.
—Todo lo que ves aquí es por el proyecto. Las 120 bolsas de cemento, las 70 barras de cabilla, el techo de zinc, la madera para apuntalarlo… Todo.
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A la seis de la mañana, en la única guagua que entra al pueblo, llega Yobani Millares desde La Maya. Y se va a las seis de la tarde, en la misma guagua, que también es la única que sale del pueblo. Tiene 33 años y se graduó de ingeniería agrónoma en 2008 por la Universidad de Granma. Empezó en septiembre de 2012 como administrador y luego pasó a ser presidente de la CCS Manuel Guardia. Antes rotó por varios departamentos de la Empresa Agropecuaria de La Maya hasta que lo nombraron director de la granja urbana del municipio.
—En total son 43 viviendas de mampostería –dice Millares–. De esas, se están reparando 28, y 15 son construcciones nuevas. Casi todas se encuentran en el 80 por ciento de ejecución. Cuando empezó el proyecto queríamos hacer 34 viviendas nuevas, pero hubo atrasos porque la fábrica de materiales solo aceptaba moneda nacional y nosotros teníamos divisas. Al final pudimos comprar solo 150 toneladas de cemento –aproximadamente 3.300 sacos de tipo P350 y P250–, lo que nos obligó a reducir en más de un 50 por ciento las viviendas nuevas a construir.
Para la construcción de cada vivienda nueva se entregaron hasta seis toneladas de cemento –122 sacos–. Serían necesarias al menos 204 toneladas de cemento para construir 34 casas de acuerdo con los diseños elaborados por los arquitectos para Jutinicú.
El proyecto debía terminar en 2014, pero recibieron una prórroga hasta el 21 de marzo de 2015. En febrero de este año, Millares pudo comprar los primeros sacos de cemento. Los trasladó a Jutinicú en camiones de la fábrica y los almacenó en una casilla de tren perteneciente a la Empresa de Ferrocarriles hasta que llegaron los áridos, la arena y el resto de los materiales.
—Esto que hicimos fue una hombrada. Imagínate tú sacar 150 toneladas de cemento en un mes.
“Hoy la mayoría de las reparaciones están casi terminadas”, dice Millares. Faltan dos casas a las cuales se les debe cambiar el techo próximamente. Y de las construcciones nuevas, siete casas tienen la estructura del techo lista, aunque les faltan el piso y las ventanas que aún no han llegado.
Los techos de zinc deben ser fijados con madera. Por eso Millares está haciendo gestiones con la forestal para poder serrar la madera en Jutinicú. “Ayer fuimos al gobierno municipal y nos autorizaron a hacer los tablones aquí mismo, para no tener que trasladarlos y ahorrar en transporte, en combustible”. Los campesinos tienen las guías, que son las autorizaciones para talar algarrobos, ayúa y cedro, y solo falta trasladar los palos hasta el aserradero. “Acá tenemos una motosierra que la adquirimos por el proyecto y deben venir otros dos compañeros a apoyarnos”.
Los materiales no son gratis, pero sí ofertados a precios módicos y con facilidades de pagos a plazo. Enma Rodríguez Hechavarría, por ejemplo, recibió 132 sacos de cemento, 15 metros de grava, 15 metros de arena, medio metro de polvo de piedra, 400 bloques, además de tejas de zinc, madera, pintura y brocha, válvulas de desagüe, lámparas, entre otros, y deberá pagar alrededor de 4.000 pesos. “El cemento P350 se vendió a 165 pesos la tonelada –22 sacos– y el P250 a 108 pesos”, dice Millares.
Las 88 bolsas de cemento P350 le hubieran costado en las tiendas alrededor de 13.750 pesos. Y las 44 de P250, de acuerdo con los precios de comercialización a granel en los rastros, 4.928 pesos. Más de 18.000 pesos solamente en cemento.
—Yo estoy muy contenta, mija, porque nunca pensé verme con una casa de mampostería y menos aquí –dice Nurys Leykis Cruz, de 35 años, esposa de uno de los campesinos asociados a la cooperativa y madre de tres niños–. Es verdad que las casas han tenido contratiempos, sobre todo por problemas con el albañil, que vive en Santiago y viene cada quince días, a veces cada un mes, pero yo pienso que para diciembre, cuando echemos la plaquita del portal y del cuarto, esto va a estar completo.
La mano de obra ha sido lo más caro y debe ser cubierto por los productores. “Esta casa que usted ve aquí va por unos 13.000 pesos”, indica Luis Fuentes Padilla, campesino de 58 años.
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—Yo sé que es raro ver a un joven que le guste trabajar la tierra –dice Millares–. Pero increíblemente me gusta. Cuando yo terminé la secundaria tenía un promedio de 87, casi 88 puntos, y podía optar por el preuniversitario o por Veterinaria, que es una carrera mucho mejor.
Millares pidió Agronomía y estudió dos años en el politécnico Orlando Regalado. Durante el tercer curso fue el mejor expediente y le preguntaron si quería especializarse en Contabilidad Agrícola, como parte de un proyecto nacional para formar estudiantes que dominaran los aspectos económicos de la agricultura.
Es difícil saber cuán exitosa fue la formación de contadores agrícolas. Habría que buscar los informes de graduados de las universidades con perfil agrario entre 2008 y 2011, porque Millares dice que duró dos o tres años solamente. Habría que revisar también los programas de estudio. La idea, al menos como la plantea Millares, no es desacertada.
En 2009, la Unión de Pueblos Solidarios y la AECID iniciaron un proyecto de apoyo al desarrollo socio-productivo de los consejos populares de Jutinicú y Yerba de Guinea –la primera fase del proyecto anterior– que contaba igualmente con medio millón de euros, 516.410 para ser precisos–. Se planteó crear nuevas instalaciones ganaderas y mejorar las existentes, entre ellas varias microvaquerías y un cebadero de toros.
La cooperativa pidió además al Banco de Crédito y Comercio (BANDEC) un crédito para el cebadero de toros, confirma Daysi Alfonso, presidenta de la sucursal de BANDEC en Songo, en entrevista telefónica.
—Compraron los animales sin pensar que no estaban las condiciones creadas para su cuidado y reproducción –dice Millares–. Eso se hizo en un lugar donde ni hay agua, ni hay comida, ni hay nada. Y es bastante difícil para cuidarlos.
Sobre todo en un sitio donde en lo que va de año se han reportado ocho casos de hurto de ganado vacuno.
Millares no estaba en Jutinicú cuando los animales comenzaron a generar pérdidas, ni cuando dejaron de reproducirse, ni cuando pasó Sandy y destrozó la poca infraestructura creada para su cuidado. Haydée sí.
—Esos animales nunca engordaron, siempre estaban flacos, siempre estaban enfermos –comenta refiriéndose al cebadero de toros.
—Todavía debo un poco de dinero del crédito ese. Cerca de 60.000 pesos –añade Millares.
—Por culpa de la deuda, esa gente está cobrando peseticas –dice José Ángel refiriéndose a la junta directiva de la CCS.
—¿Cómo puedes pagar la deuda? –le pregunto a Millares.
—Trabajando.
—¿Y cuándo terminas de pagarla?
—Yo pensaba terminar este año, pero de esa época heredé otra deuda más, que es más complicada.
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En el segundo semestre de 2005 se inició un programa acelerado de inversiones para el desarrollo porcino en Cuba, de acuerdo con fuentes del Ministerio de Agricultura citadas en un reporte de la agencia Inter Press Service (IPS). La ONEI refleja 268.000 toneladas de cerdo en pie entregados a sacrificio en 2007, cifra que se ha mantenido estable durante los últimos años y que representaba un aumento de un 56 por ciento con respecto a 2006. El Grupo Nacional de Producción Porcina contrató a productores privados para la ceba de nuevas crías, mediante convenios por los que el Estado suministraba determinada cantidad de alimentos a cambio de cerdos con un peso adecuado para su sacrificio en la industria.
Las CCS Manuel Guardia avaló a una productora privada ante la sucursal del grupo Nacional de Producción Porcina de Songo-La Maya para la compra de 135 cabezas de puerco. Se debían entregar diez toneladas de carne. “Ella vendió las cabezas de manera ilegal y Porcino demandó a la cooperativa. Ahora debemos 207.000 pesos más”, dice Millares.
—¿Un cuarto de millón en total? –pregunto.
—Así mismo.
—¿Y por qué es culpa de ustedes?
—Porque fueron malos procedimientos de la cooperativa.
—Pero, ¿eso fue antes de que tú fueras presidente?
—Sí.
—¿Y qué le pasó al que estaba antes de ti?
—Nada. Se sacó de la cooperativa, pero la entidad carga con el arrastre –dice Millares.
—Y la dueña de los puercos está ahí y nada le ha pasado tampoco. Locuras que se hicieron –dice Haydée.
“El problema financiero más grave que tiene la CCS Manuel Guardia en estos momentos es la deuda con Porcino”, confirma Daysi Alonso, presidenta de BANDEC en Songo. “No obstante, hemos reestructurado la deuda por el crédito del cebadero de toros para no afectar el pago a los campesinos”.
Millares fue a Santiago de Cuba, al Palacio de Justicia, se entrevistó con los abogados para entender mejor el proceso legal contra la cooperativa, que culminó con su cuenta bancaria embargada, pero la respuesta que ha recibido es que “los conflictos de ese tipo se resuelven en el seno de la misma porque la entidad avaló a los productores”. La situación se agrava porque estos no son asociados, por tanto, su fuerza lega es débil. “Si fuera un productor de aquí, yo le digo que tuvo un incumplimiento y que debe pagarlo. Esto se toma como acuerdo en la asamblea y se estima un periodo de tiempo y monto de dinero adecuados”, agrega Millares.
—La CCS Manuel Guardia no viola la ley, los que la violamos somos nosotros que la dirigimos. Los mártires no violan la ley –dice.
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“Yo no sé cómo fue que llegó el proyecto aquí, pero he sido beneficiado”, cuenta Lutguery Maceiro. “A mí me dieron una turbina y al lado de mi casa cedí un pedazo de tierra para que construyeran una casa de cultivos protegidos, que son los que se hacen en una casa de tapado, ¿tú no sabes lo que es una casa de tapados?”. “No”, le respondo. “Eso es una casona grande… Yo te podría llevar hasta allí para que tú veas lo que es una casa de cultivos protegidos sembradita de lechuga”.
Lutguery vive cerca de la línea del tren –en Jutinicú todo queda cerca de la línea del tren, menos la casa de Haydée–. Entrando por el pueblo, uno coge a la izquierda, y a casi un kilómetro se encuentra una de las pocas viviendas de placa y mampostería de la zona. Cuando se concibió el proyecto, no se tuvo en cuenta la construcción de un pozo o de un sistema de riego para la casa de posturas. Entonces se aprovechó el sistema de riego de Lutguery. “Cuando él riega nosotros también lo hacemos y cuando no, usamos la caja de agua”. Las posturas se venden a los campesinos sean asociados o no a la cooperativa. Los precios van desde tres a siete centavos. Un cantero necesita como 2.000 posturas, por tanto, se hacen como 30 o 40 pesos por cada uno.
Además, se pusieron en marcha doce hectáreas bajo sistemas de riego eléctrico en la primera etapa del proyecto y 22 más en el momento actual, lo que posibilitó llegar a 16 tipos de cultivo en la zona. “En este consejo prácticamente no se consumían hortalizas, la producción de verduras era muy poca porque no había tecnología para eso. Ahora contamos con una amplia gama de sistemas de riego que nos ha permitido incrementar la producción de tomate, lechuga, pepino, habichuelas”, dice Millares. Un maso de lechuga, en Jutinicú, cuesta tres pesos.
Lutguery ha sembrado un campo de tomates justo en octubre para lograr producciones tempranas. Y también lo ha perdido. “Mira esos dos tomates la pudrición que tienen arriba”, dice. “¿Qué sientes cuándo se te pudre el tomate, Lutguery?”, le pregunto. “¿A quién tú le vas a dar quejas? Se pudrió y ya”. La CCS Manuel Guardia no cuenta con un fitosanitario, ni plaguicidas. “Si tuviera plaguicidas, o dónde irlos a comprar, seguramente yo no iba a dejar toda esta hectárea perderse”.
Millares, como presidente de la cooperativa, llevará los partes operativos sobre la situación del consejo y las plagas existentes a partir de ahora. “En el caso de que haya que hacer una aplicación, voy a realizar los muestrarios necesarios para que ellos nos suministren los productos”. Una plaga tarda tres días en acabar con un campo. Y los paquetes tecnológicos para combatirlas no suelen llegar a donde están los productores. “Si yo voy hoy, doy el parte, la empresa analiza, me da el papel mañana, y pasado mañana tengo que ir a buscar el producto… entre una cosa y otra me paso cuatro días”, señala Millares. “En ese tiempo la producción se acabó”.
Él también perdió casi media hectárea, como 10.000 matas, que significaban entre 25.000 y 30.000 pesos en tomate.
Estamos en la sala de reuniones de la cooperativa. Haydée, que ha pasado a revisar su convenio de pago de los materiales de construcción, ve en la plaga de los tomates la confirmación de que “no se pueden hacer planes, porque los planes te dan planazos”. Millares, en cambio, la entiende como un desafío que pone a prueba su facultad de sobreponerse.
—Yo voy a sembrar de nuevo –dice–, yo soy cabeciduro.
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